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Andrés Rosler
La ley es la ley
Autoridad e interpretación en la filosofía del derecho
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Introducción. En busca del positivismo perdido
"Cade.: [...] todos comerán y beberán a mi cuenta, y voy a vestirlos a todos ellos con un uniforme para que puedan estar de acuerdo como hermanos y adorarme como su señor.
Dick.: La primera cosa que hacemos, matemos a todos los abogados".
Shakespeare, Enrique VI, 2ª parte, acto IV, escena II
En la era d. D. (después de Dworkin), nos hemos acostumbrado a creer que el razonamiento jurídico no es ni más ni menos que el razonamiento moral (o político) por otros medios; un conjunto de derechos y principios que se supone que nadie puede razonablemente negar a pesar de que no figuran en ninguna norma jurídica, y es precisamente por eso que deben ser identificados por los jueces mediante una "interpretación". Hoy en día los jueces ya no parecen tener el mandato de rastrear el derecho exclusivamente hasta su fuente -Constitución, Congreso, su ruta-, sino que básicamente se espera que tomen la decisión que ellos en cuanto coautores del derecho consideran moral o políticamente apropiada, como si hoy en día la independencia del Poder Judicial exigiera que los jueces se arrogaran el poder legislativo.
De hecho, se ha vuelto común exigirles a los jueces que se aparten del derecho vigente -incluso del sancionado democráticamente- cuando este último es un obstáculo para dar con la "respuesta correcta" a un caso. Por lo tanto, es suficiente con que se trate de la respuesta correcta -sea por sus propios méritos o porque proviene de nuestro autor favorito de filosofía del derecho, etc.- para que creamos que dicha respuesta es eo ipso parte del derecho.
En realidad, esta manera de ver el derecho no es exactamente nueva, sino que es una variación del tema de la escuela de los posglosadores fundada por Bartolo de Sassoferrato. Mientras que los glosadores -fieles al razonamiento normativo- creían que si el derecho no estaba en línea con la realidad, era la realidad la que debía ajustarse al derecho, los posglosadores, en cambio, sostenían la tesis de que si el derecho colisionaba con la realidad, el que debía cambiar era el derecho, no la realidad (véase Skinner, 1978: 9).
De ahí que el colorado De Felipe, el árbitro de fútbol protagonista de un memorable cuento de Alejandro Dolina, sea un verdadero paradigma del interpretativismo:
El colorado De Felipe era referí. Contra la opinión general que lo acreditó como un bombero de cartel, quienes lo conocieron bien juran que nunca hubo un árbitro más justo. Tal vez era demasiado justo. De Felipe no solo evaluaba las jugadas para ver si sancionaba alguna inacción: sopesaba también las condiciones morales de los jugadores involucrados, sus historias personales, sus merecimientos deportivos y espirituales. Recién entonces decidía. Y siempre procuraría favorecer a los buenos y castigar a los canallas. Jamás iba a cobrarle un penal a un defensor decente y honrado, ni aunque el hombre tomara la pelota con las dos manos. En cambio, los jugadores pérfidos, holgazanes o alcahuetes eran penados a cada intervención. Creía que su silbato no estaba al servicio del reglamento, sino para hacer cumplir los propósitos nobles del universo. Aspiraba a un mundo mejor, donde los pibes melancólicos y soñadores salen campeones y los cancheros y los compadrones se van al descenso (Dolina, 2003: 255).
No es casual entonces que el interpretativismo (o, para el caso, cualquier otra teoría jurídica que subordine indefectiblemente la normatividad del derecho al razonamiento moral) haya hecho colapsar la frontera entre el derecho y la ética o la política. También colapsó la frontera que solía separar el derecho vigente de nuestra filosofía preferida del derecho. Por momentos, daría la impresión de que hemos vuelto a la época del Digesto, en la que la opinión de ciertos autores era sin más derecho vigente, ya que algunos juristas creen que sus propios libros -o, por ejemplo, los de Ronald Dworkin, Robert Alexy e incluso el propio Carlos Nino para el caso- son fuente de derecho.
El positivismo jurídico, en cambio, al menos si nos concentramos en el ámbito de la discusión pública, se ha convertido en un animal en vías de extinción, si no es que ya ha sido declarado extinto por la Fundación Vida Silvestre. Para ser optimistas, quizá todavía subsistan unos pocos especímenes en cautiverio por ahí, probablemente en las catacumbas de alguna facultad de Derecho. De ahí que un libro como el que lector tiene ahora en sus manos, que reivindica al homo scholasticus positivus, es decir, a quienes creen que el derecho es un sistema institucional con autoridad porque proviene de una fuente convencional, sea algo así como una empresa arqueológica interesada en excavar restos fósiles como los del positivista jurídico.
A esta altura, los lectores más jóvenes seguramente se estarán preguntando qué es (o era, mejor dicho) eso de "positivismo jurídico", aquella filosofía del derecho que a mediados del siglo XX -es decir todavía en la era a. D. (antes de Dworkin)- predominaba "por todas partes" (Schmitt, 2003: 446). Pues bien, es el propio Dworkin, el enemigo autodeclarado del positivismo, quien lo describe acabadamente: "La ley es la ley. No es lo que los jueces piensan que es, sino lo que realmente es. Su trabajo es aplicarla, no cambiarla para que se ajuste a su propia ética o política" (1986: 114).
Thomas Hobbes, "el padre espiritual del positivismo jurídico moderno, el precursor de Jeremy Bentham y de John Austin, el pionero del Estado de derecho liberal" (Schmitt, 1982: 157), capturó el credo del positivismo jurídico en un eslogan: "Authoritas non veritas facit legem [La autoridad, no la verdad, hace la ley]" (Hobbes, 2012: 431). De ahí que, para Hobbes, "la autoridad de los escritores, sin la autoridad del Estado, no hace que sus opiniones sean derecho, aunque nunca hayan sido más verdaderas" (ibid.: 430).
Hobbes es plenamente consciente de que él mismo no es una excepción: "Lo que he escrito en este tratado [Leviatán] [...], aunque sea una verdad evidente, no es por lo tanto derecho en el presente, sino porque en todos los Estados del mundo es parte de la ley civil. Pues aunque fuera naturalmente razonable, sin embargo es por el poder soberano que es derecho" (ibid.). Los libros de filosofía del derecho -o de cualquier disciplina para el caso- pueden ser excelentes, pero no por eso se convierten en derecho vigente. Y al contrario, el derecho puede no ser el mejor, pero no por eso deja de ser derecho. La traducción judicial de esta manera de entender el derecho es que, como muy bien suele decir Martín Farrell ex cathedra, un juez no es un pretor: "Un juez que nunca dicta una sentencia cuyo resultado le desagrada no es un buen juez".
Según el positivismo, entonces, la ley es la ley: el derecho que es no tiene por qué coincidir con el derecho tal como nos gustaría que fuera, es decir, con nuestras creencias morales o políticas -u, obviamente, con nuestro autor favorito-, y esto no tiene por qué ser necesariamente una mala noticia, sobre todo si el derecho pretende tener autoridad antes que dar respuestas correctas. Después de todo, el derecho tiene autoridad debido a que existen desacuerdos acerca de cuál es la respuesta correcta y a que el contenido del derecho varía según las épocas. El derecho, que a su vez estipula cuáles son nuestros derechos, no es entonces en sí mismo un instrumento de justicia, sino un sistema normativo institucional diseñado esencialmente para resolver conflictos sobre la justicia.
En efecto, los legisladores y los jueces dan con una respuesta que los súbditos del derecho consideran correcta porque corresponde al sistema normativo que es el derecho, y no al revés, como creen los antipositivistas, para quienes el sistema normativo es aquel que da con la respuesta correcta. La decisión correcta, entonces, depende del sistema jurídico y no el sistema jurídico de la decisión correcta, o para decirlo de otro modo: el derecho no existe para darnos la razón, sino que, si queremos respetar su autoridad, somos nosotros los que tenemos que darle la razón al derecho.
Por ejemplo, la discusión actual en la Argentina sobre el aborto muestra que existe un profundo desacuerdo acerca de si el aborto debe considerarse una forma de homicidio o un derecho de la mujer. Si el derecho fuera meramente la continuación de la moral o de la política, no tendría mayor sentido apelar a él, ya que convendría emplear nuestras creencias morales y políticas directamente. Pero si el derecho pretende tener autoridad, el hecho de que sus disposiciones coincidan con nuestras creencias y deseos es completamente accidental, ya que es nuestro desacuerdo moral y político el que explica por qué queremos que el derecho tenga autoridad. Por otro lado, obedecemos la autoridad del derecho no porque el contenido del derecho sea eterno o pétreo sino porque, por el contrario, dado el desacuerdo sobre qué debemos hacer, en gran medida obedecemos la autoridad del derecho porque su contenido puede ser diferente. Lo que Kelsen llamaba "la dinámica del derecho" no es sino la otra cara de su autoridad (véase Kelsen, 2008: 84).
Una decisión muy reciente (de septiembre de 2018) del Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Número 8 de la Capital Federal ilustra con claridad el punto de vista del positivismo jurídico acerca de la autoridad del derecho:
La Sala I de la Cámara Nacional de Casación en lo Criminal y Correccional nos ha enseñado hoy que es válida una interpretación contra legem -la ley establece que la probation no es factible en el supuesto de delitos reprimidos con pena de inhabilitación- y, además, que es posible prescindir de la opinión fiscal negativa cuando esta no es del agrado del juzgador. También afirma -aunque implícitamente- que los precedentes de la Corte Suprema sobre el caso no necesariamente deben ser atendidos, con lo cual serrucha la rama sobre la cual está sentada. En definitiva, ordena que se haga una nueva audiencia, en la cual la fiscal deberá dictaminar "sobre el caso, con los alcances aquí precisados, a fin de que, en definitiva, se adopte una nueva resolución que atienda los lineamientos sobre la ley sustantiva que aquí se han dejado asentados". Curioso criterio este, viniendo de quienes ponen la división de poderes por los cuernos de la luna. Hagamos, pues, lo que dispuso el Superior Tribunal, porque donde manda capitán, no manda marinero.
El tribunal inferior, con razón, sostiene que la decisión del tribunal superior va en contra del derecho válido en el sistema jurídico al que pertenecen ambos tribunales. Sin embargo, tal como también sostiene muy claramente la sentencia, debido al mismo sistema jurídico, "donde manda capitán, no manda marinero", y por lo tanto el tribunal inferior reconoce la autoridad de la Cámara de Casación. Authoritas non veritas facit legem.
Obviamente, el positivismo jurídico contemporáneo no niega que a veces, precisamente cuando no es claro, hay que interpretar el derecho. Lo que sí rechaza es la necesidad de tener que hacerlo siempre. De ahí que, de modo similar a lo que hoy en día parece suceder con Perón y el peronismo, el problema no sea la interpretación del derecho en sí misma, sino el interpretativismo, ya que para este último debemos interpretar el derecho cada vez que deseamos aplicarlo.
Por otro lado, el positivismo tampoco niega que a veces el razonamiento moral y el político aparecen en el escenario jurídico, pero no lo hacen por derecho propio, sino por invitación legal. Huelga decir que, tal como veremos en los capítulos que siguen, el positivismo jurídico es conceptual y/o normativo, pero jamás ideológico; es decir, desde el punto de vista positivista, la autoridad del derecho reemplaza muchas de nuestras razones para actuar, pero no todas. El exceso de la forma jurídica (autoritarismo) puede ser tan nocivo como su ausencia (anarquismo).
Dicho sea de paso, los enemigos del positivismo suelen asociarlo con el nazismo, a pesar de que "el nazismo detestaba el derecho y a los juristas" (Rüthers, 2016: 130). Una de las primeras víctimas del nazismo fue precisamente el legalismo: "La suprema guía de los tribunales y de cualquier acción estatal ya no era la ley promulgada según la Constitución, sino la ‘voluntad expresa del Führer’, formalmente incondicionada y exenta de cualquier atadura". "El Estado", entonces, "quedó rebajado a siervo de la ideología, a esclavo de un dictador todopoderoso" (ibid.: 129). De ahí que si "la ley es la ley" es el eslogan positivista, el del nazismo es "el Führer es el Führer".
Una ironía de la actual prevalencia del sentimiento antipositivista es que originariamente su hegemonía es en gran medida el resultado de la prédica de algunas facultades de Derecho más que de una descripción acertada de la realidad. Muchos abogados asistían a los seminarios de filosofía del derecho con la esperanza de entender mejor qué es el derecho y, por lo tanto, qué es lo que ellos mismos hacían en cuanto participantes de una práctica social. En realidad, el éxito de un seminario de filosofía del derecho depende de que describa y explique el derecho del modo más fidedigno posible.
Sin embargo, una filosofía del derecho interpretativista como la de Dworkin, inspirada en la práctica del common law, terminó influyendo en el comportamiento de quienes participan en otros sistemas jurídicos, a pesar de que sus pretensiones no solo son descriptivas, sino que evidentemente corresponden a un sistema jurídico diferente. En otras palabras, la filosofía del derecho interpretativista terminó siendo una profecía autocumplida, aunque de una religión foránea: hoy en día, el interpretativismo se corresponde con lo que hacen los participantes en un sistema jurídico continental, pero no porque explique mejor qué es el derecho, sino porque ha influido en el comportamiento de dichos agentes.
Los cinéfilos recordarán aquella escena de la película Nixon, de Oliver Stone, en la que el presidente Nixon, encarnado por Anthony Hopkins, se detiene ante el retrato de John F. Kennedy en la Casa Blanca y dice: "Cuando te ven a vos, ven lo que quieren ser. Cuando me ven a mí, ven lo que son". Cuando yo estudiaba Derecho, el positivismo era Nixon y el interpretativismo era Kennedy. Hoy en día la situación es al revés. El que refleja en gran medida la práctica jurídica es el interpretativismo, mientras que el positivismo se ha transformado en un programa y por momentos en una utopía, muy probablemente la causa de Catón: "La causa victoriosa complació a los dioses, mas la vencida, a Catón" (Lucano, Farsalia: I, 128-129).
En rigor de verdad, tal como veremos en el cuarto capítulo, a pesar de como suele presentarse, el interpretativismo no es una alternativa genuina al positivismo o al iusnaturalismo, ya que en el fondo oscila entre un iusnaturalismo ingenuo y un positivismo encubierto. En efecto, si bien el interpretativismo gira alrededor de la noción de la respuesta correcta, se empecina en defender la idea de autoridad institucional, al menos la de los jueces; tal vez el sayo que mejor le quepa sea entonces el de "positivismo judicial".
En cuanto al iusnaturalismo, dado que cronológicamente se trata del primer gran discurso sobre filosofía del derecho, se ha ganado un lugar en esta discusión por mérito propio y es mucho menos ingenuo de lo que parece ser. Por este motivo comenzamos con él (capítulo I), luego pasamos al positivismo (capítulos II y III) y, finalmente, nos concentramos en el interpretativismo (capítulo IV).
Por razones bastante personales, varios de los personajes centrales de la trama de este libro giran alrededor de Oxford: H. L. A. Hart, Ronald Dworkin, Joseph Raz, John Finnis, Andrei Marmor e incluso el mismísimo Thomas Hobbes. Por supuesto, ellos no agotan en absoluto la discusión sobre la filosofía del derecho. Así y todo, me parece que un estudio basado fundamentalmente en estos autores puede ofrecer un panorama bastante representativo del debate, al menos para comenzar a hablar del tema. Limitarse a los autores oxonienses, además, permite que hagamos foco en la discusión conceptual.
Este recorte es deliberadamente asimétrico. Los retratos del iusnaturalismo y del interpretativismo giran cada uno alrededor de un solo autor: Finnis en el primer caso y Dworkin en el segundo, debido a que son los que ofrecen la mejor versión del iusnaturalismo y del interpretativismo, respectivamente. En cambio, el análisis del positivismo en los capítulos II y III le debe mucho a varios autores (Hart, Raz, Marmor), aunque es bastante más expresionista de lo que parece. En todo caso, espero que al finalizar el libro quede claro que el positivismo es mucho más que una reflexión sobre los sistemas normativos.
Por último, es muy probable que las consideraciones siguientes no sean tan novedosas para un positivista de antaño -si se me permite la redundancia-, pero pueden llegar a ser innovadoras para los demás lectores. Este libro no solo ofrece un breve panorama de la filosofía contemporánea del derecho, sino que también puede contribuir a que la población en general tome conciencia del peligro que entraña, para el ecosistema jurídico y político, la extinción del positivismo, es decir, de la idea de que la ley es la ley y de que el derecho tiene autoridad para resolver desacuerdos morales y políticos. Y si el libro llega demasiado tarde, ojalá estimule a los científicos a recuperar el ADN del positivismo jurídico para que tal vez alguna ONG se encargue de clonarlo, probablemente en un parque positivista especialmente destinado a tal efecto.
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