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Sheldon S. Wolin
Democracia S.A.
La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo invertido
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Prefacio
Antes de ingresar de lleno al tema de este trabajo, quisiera destacar ciertos aspectos del enfoque adoptado, a fin de evitar posibles malentendidos. Si bien el concepto de totalitarismo es de central importancia en las páginas siguientes, mi tesis no es que el sistema político actual de los Estados Unidos es una réplica inspirada de la Alemania nazi ni que George W. Bush lo es de Hitler. Se introducen las referencias a la Alemania de Hitler para recordarle al lector cuáles fueron los parámetros de un sistema de poder que invadió otros países, justificó la guerra de anticipación como doctrina oficial y reprimió toda oposición en el ámbito local; un sistema cruel y racista en sus principios y sus prácticas, profundamente ideológico y abiertamente decidido a dominar el mundo. Esos parámetros se introducen para poner en evidencia tendencias en nuestro propio sistema de poder que se oponen a los principios fundamentales de la democracia constitucional. Esas tendencias son, en mi opinión, totalizadoras en tanto revelan una obsesión por el control, la expansión, la superioridad y la supremacía.
Como lo demuestran los regímenes de Stalin y Mussolini, el totalitarismo puede adoptar formas diversas. El fascismo italiano, por ejemplo, no adoptó oficialmente el antisemitismo sino hasta último momento en la historia del régimen; aun entonces lo hizo básicamente en respuesta a la presión de Alemania. Stalin introdujo algunas políticas "progresistas": promoción de la alfabetización y la atención sanitaria masivas; estímulo a las mujeres para que emprendieran carreras profesionales y técnicas y -por un breve lapso- promoción de las culturas minoritarias. El caso no es que estos "logros" compensaran crímenes cuyo horror aún no hemos llegado a captar plenamente, sino más bien que el totalitarismo tiene la capacidad de adoptar formas locales diversas; no es imposible que, lejos de haberse agotado en sus versiones del siglo XX, los aspirantes a totalitarios dispongan ahora de tecnologías de control, intimidación y manipulación masiva que superen por lejos las de ese tiempo pasado.
Los regímenes nazi y fascista fueron impulsados por movimientos revolucionarios cuyo objetivo fue no sólo apoderarse del poder del Estado, reconstituirlo y monopolizarlo, sino también lograr el control de la economía. Controlando el Estado y la economía, los revolucionarios lograron la influencia necesaria para reconstruir y luego movilizar la sociedad. El totalitarismo invertido, en cambio, es un fenómeno que sólo se centra en el Estado de manera parcial. Representa fundamentalmente la madurez política del poder corporativo y la desmovilización política de la ciudadanía.
A diferencia de las formas clásicas de totalitarismo, que se jactaban abiertamente de sus intenciones de hacer ingresar a las sociedades por la fuerza a una totalidad preconcebida, el totalitarismo invertido no está conceptualizado expresamente como una ideología ni objetivizado en políticas públicas. Típicamente, es impulsado por quienes poseen el poder y por ciudadanos que a menudo parecen no ser conscientes de las consecuencias más profundas de sus acciones o inacciones. Hay una cierta despreocupación, una incapacidad para considerar seriamente que -aun sin ser preconcebido- puede formarse un patrón de consecuencias de considerable alcance.
La razón fundamental de este descuido -tan profundamente arraigado- se relaciona con el clásico gusto de los estadounidenses por el cambio y -de manera igualmente notable- con su buena fortuna, que los ha dotado de un vasto continente, rico en recursos naturales que invitan a la explotación. Si bien es un cliché que la historia de la sociedad norteamericana ha sido de cambio incesante, las consecuencias del ritmo actual -cada vez más rápido- son menos evidentes. El cambio opera desplazando creencias, prácticas y expectativas existentes. Aunque las sociedades han experimentado el cambio a través de la historia, fue sólo en los cuatro últimos siglos que las políticas públicas se centraron en promover la innovación. Hoy, gracias a la prosecución sumamente organizada de la innovación tecnológica y de la cultura que ésta alienta, el cambio es más rápido, más abarcador, más bienvenido que nunca, y esto significa que las instituciones, los valores y las expectativas comparten una vida útil limitada con la tecnología. Estamos experimentando el triunfo de la contemporaneidad y su cómplice, el olvido o la amnesia colectiva. Dicho en palabras algo diferentes, en los comienzos de los tiempos modernos, el cambio desplazaba tradiciones; hoy el cambio sucede al cambio.
El cambio incesante socava la consolidación. Pensemos, por ejemplo, que a más de un siglo de terminada la Guerra Civil, todavía persisten los efectos de la esclavitud; que a casi un siglo de que las mujeres lograran el voto, aún se discute su igualdad; que después de casi dos siglos en los que se hizo realidad la escuela pública, la educación se está privatizando cada vez más. Para comprender plenamente el problema del cambio, podríamos recordar que en los círculos políticos e intelectuales a partir de la segunda mitad del siglo XVII y especialmente durante el siglo XVIII existió una convicción cada vez mayor de que por primera vez en la historia documentada los seres humanos podían modelar su futuro de manera deliberada. Gracias a los avances en la ciencia y la invención era posible concebir el cambio como "progreso", un avance que beneficiaba a todos los miembros de la sociedad. El progreso representaba un cambio constructivo, que traería algo nuevo al mundo, para bien de todos. Los paladines del progreso creían que, si bien el cambio podía resultar en la desaparición o destrucción de creencias, costumbres e intereses establecidos, éstos merecían desaparecer porque, en su mayor parte, servían a los Pocos mientras que mantenían a los Muchos en la ignorancia, la pobreza y la enfermedad.
Un componente importante de esta concepción moderna del progreso fue que el cambio era fundamentalmente una cuestión de decisión política por parte de aquellos a quienes se podía pedir cuenta de sus decisiones. Esa concepción del cambio se vio sensiblemente excedida por el surgimiento de concentraciones de poder económico en la segunda mitad del siglo XIX. El cambio se convirtió en una empresa privada, imposible de separar de la explotación y el oportunismo, y se constituyó así en un elemento fundamental, si no el único elemento fundamental de la dinámica del capitalismo. El oportunismo implicaba una búsqueda incesante de todo cuanto pudiera explotarse, que muy pronto llegó a significar virtualmente todo, desde la religión hasta la política y el bienestar humano. Ya quedaba muy poco, si es que quedaba algo, que fuera un tabú; el cambio se convirtió rápidamente en objeto de estrategias premeditadas para maximizar beneficios.
Se señala a menudo que el cambio actual es más rápido, más abarcador que nunca. En las páginas posteriores me propongo sugerir que la democracia en los Estados Unidos nunca ha estado verdaderamente consolidada. Algunos de sus elementos clave no se han materializado o se mantienen vulnerables; otros han sido explotados con fines antidemocráticos. Se ha descrito generalmente a las instituciones políticas como los medios por los cuales una sociedad trata de ordenar el cambio. El presupuesto era que las instituciones políticas en sí mismas se mantendrían estables, como estaban ejemplificadas en el ideal de la constitución, como una estructura de naturaleza relativamente permanente que define los usos y los límites del poder público y la responsabilidad de los funcionarios.
Hoy, sin embargo, algunos cambios políticos son revolucionarios; otros son contrarrevolucionarios. Algunos trazan nuevos rumbos para la nación e introducen nuevas técnicas para expandir el poder de los Estados Unidos, tanto internamente -vigilancia de los ciudadanos- como externamente -setecientas bases en el extranjero-, más allá de lo que haya imaginado algún gobierno previo. Otros cambios son contrarrevolucionarios en tanto revierten políticas sociales que habían estado orientadas originalmente a mejorar la situación de las clases media y más pobre.
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