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Boris Groys

Política de la inmortalidad

Cuatro conversaciones con Thomas Knoefel


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El cadáver del filósofo

- Señor Groys, hoy queremos hablar de algunas preguntas y de problemas fundamentales de la filosofía. Deleuze y Guattari escribieron en su último libro que "tal vez no se pueda plantear la pregunta ¿Qué es filosofía? hasta tarde, cuando llegan la vejez y la hora de hablar concretamente, [...] a medianoche, cuando ya no queda nada por preguntar". Aun cuando supongo que usted no asentiría a una formulación tan romántica, y sin saber si se nos acerca la hora, quiero abrir el diálogo con la siguiente pregunta: ¿cómo entiende usted a la filosofía y y qué es lo que lo incita a ir hacia ella?

- Puedo responder a esta pregunta con una palabra: autoconservación. Con ello quiero decir: el afán de inmortalidad. Y, como medio, el autoposicionamiento en el campo filosófico. Las preguntas filosóficas son del tipo que no puede ser respondido ni acabado. No pueden terminar jamás, no se resuelven jamás, y uno jamás es salvado por ellas. Esto diferencia a las preguntas filosóficas de las preguntas científicas, por ejemplo. Las preguntas científicas son respondidas en algún momento, o se las formula de otra manera. En cualquier caso, las preguntas científicas son finitas, mortales. La ciencia perece, pero así perecen también todas las contribuciones individuales a la investigación científica. Esas contribuciones permanecen -en última instancia- sólo como materias de una ciencia específica; esto es, de la historia de la ciencia. Por el contrario, por su naturaleza, las preguntas filosóficas no pueden ser respondidas, y por lo tanto son inmortales. Estas preguntas marcan un espacio lingüístico históricamente estable, en el que los discursos individuales encuentran su lugar y obtienen su validez de manera duradera. Este espacio lingüístico de la filosofía es incluso más estable que los espacios artísticos, que por cierto también reivindican una duración histórica mayor: puesto que nuestra relación con el arte está en gran parte dictada por la moda imperante en cada momento. Para la percepción de un texto literario es decisiva su forma, pero nuestras preferencias estéticas se modifican con el tiempo. El filósofo, en cambio, puede escribir y hablar decididamente mal, de manera fea, basta e incluso incomprensible y, sin embargo, puede ser considerado un autor importante y adquirir un lugar prominente en el espacio lingüístico de la filosofía. Ésta es una ventaja nada despreciable. El espacio lingüístico de la filosofía sitúa y preserva nuestros discursos, estén o no formulados de acuerdo con el estado actual de la ciencia, y suenen bien o no. Este espacio, que está abierto en igual medida a todos aquellos que quieren entrar a él -a aquellos que quieren filosofar- nos da la posibilidad de posicionarnos libremente en él y de establecernos de manera duradera -en realidad, infinitamente- en él.
Sin embargo, quiero destacar que sólo hay una dedicación seria a la filosofía o al arte cuando no se cree seriamente en una garantía de la inmortalidad extracultural, extrahistórica, ontológica. Quien cree en Dios, en el espíritu del mundo, en el ser, en el inconsciente o, por ejemplo, en el Otro absoluto, seguramente no necesita desarrollar discursos filosóficos o crear obras de arte concebidas para perdurar. En este caso basta únicamente con la garantía ontológica, en cuya capacidad de detener la decadencia de todas las cosas sin una intervención se confía. Sin embargo, quien tienda al escepticismo en relación con la garantía ontológica de la inmortalidad, y aun así opte por la inmortalidad, empieza a practicar la política de la inmortalidad o, al menos, la política de la larga duración. Empieza a procurar que ciertos discursos -sean éstos los discursos acerca de Dios o del inconsciente- se posicionen estratégicamente, se preserven, se asienten en las instituciones. Una opción fundamental por la inmortalidad conduce aquí a una opción por la duración histórica.

 

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