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Eric Richard Kandel
En busca de la memoria
El nacimiento de una nueva ciencia de la mente
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1. La memoria individual y la biología del almacenamiento de los recuerdos
Siempre me intrigó la memoria. Es increíble: recordamos a voluntad el primer día de clases en la escuela secundaria, la primera cita, el primer amor, y al hacerlo, no recobramos el mero suceso: también vuelven a nosotros el clima del momento, el panorama, los sonidos, los olores, el entorno social. Recordamos la hora, las conversaciones que se entablaron, la atmósfera emotiva en que todo transcurrió. Recordar el pasado es una manera de viajar en el tiempo; nos libera de los límites espaciales y temporales, y nos permite ir y venir sin ataduras recorriendo dimensiones muy diferentes.
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No es fácil descubrir las raíces infantiles y juveniles de los complejos intereses y las acciones propios de la vida adulta. Así y todo, no puedo dejar de vincular mi posterior interés en la mente -en el comportamiento de las personas, el carácter imprevisible de sus motivaciones y la persistencia de los recuerdos- con ese último año en Viena. Después del Holocausto, uno de los lemas de los judíos fue "no olvidar jamás", exhortación a las futuras generaciones para que mantengan la vigilancia contra el antisemitismo, el racismo, el odio y las diversas actitudes mentales que allanaron el camino a las atrocidades cometidas por los nazis. Mi trabajo científico está dedicado a investigar los fundamentos biológicos de ese lema: los procesos cerebrales que nos permiten recordar.
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La revolución que cautivó mi imaginación cuando era estudiante transformó la biología, que, de ser una disciplina primordialmente descriptiva, se convirtió en una ciencia coherente, sólidamente anclada en la genética y la bioquímica. Antes de la aparición de la biología molecular, había tres ideas preponderantes en el campo biológico: la evolución darwiniana, según la cual los seres humanos y el resto de los animales son producto de una evolución a partir de antepasados más simples y muy distintos; los fundamentos genéticos de la herencia de los rasgos corporales y mentales, y la teoría de que la célula es la unidad fundamental de todos los seres vivos. La biología molecular permitió unir esas tres ideas estudiando la acción de los genes y las proteínas en una célula individual. Así, se reconoció que el gen es la unidad de la herencia, fuerza que impulsa el cambio evolutivo, y que los productos determinados por los genes -las proteínas- son los elementos de las funciones celulares. Mediante el análisis de los elementos fundamentales de los procesos de la vida, la biología molecular reveló lo que todas las formas vivas tienen en común. Puesto que afecta directamente nuestra vida cotidiana, la biología celular es una disciplina que convoca nuestro interés aun más que la mecánica cuántica y la cosmología, disciplinas científicas que también pasaron por una revolución radical en el siglo XX. Apunta al núcleo mismo de nuestra identidad, nos dice quiénes somos.
En los cincuenta años de mi carrera profesional, fue naciendo este nuevo campo de la biología mental. Los primeros pasos datan de la década de 1960, cuando se unieron la filosofía del espíritu, la psicología conductista (estudio del comportamiento simple en animales experimentales) y la psicología cognitiva (estudio de fenómenos mentales complejos en seres humanos) para dar origen a la psicología cognitiva moderna. Esta nueva disciplina procuraba hallar elementos comunes en los complejos procesos mentales de los animales, desde los ratones hasta los monos y los hombres. Se trataba de un enfoque que se amplió luego para abarcar también a invertebrados, como los caracoles, las abejas y las moscas. La psicología cognitiva moderna era rigurosa en el plano experimental y tenía un fundamento muy amplio. Investigaba una franja del comportamiento que iba desde los reflejos simples en los invertebrados hasta los procesos mentales superiores de los hombres, como la atención, la conciencia y el libre albedrío, preocupaciones tradicionales del psicoanálisis.
En la década de 1970, la psicología cognitiva, ciencia de la mente, se fusionó con la neurociencia, disciplina que estudiaba el cerebro, para formar la neurociencia cognitiva, rama de la ciencia que aportó a la moderna psicología cognitiva métodos biológicos para estudiar los procesos mentales. En la década de 1980, la neurociencia cognitiva cobró enorme impulso con las técnicas que permitían obtener imágenes del cerebro y que convertían en realidad el antiguo sueño de atisbar el interior del cerebro humano y observar la actividad de diversas regiones, mientras los sujetos llevaban a cabo funciones mentales superiores como percibir una imagen visual, pensar en una ruta en el espacio o iniciar una acción voluntaria. En estas técnicas se miden índices de la actividad cerebral: la tomografía por emisión de positrones (PET) mide el consumo de energía por parte del cerebro; la resonancia magnética nuclear mide el consumo de oxígeno. A principios de la década de 1980, la neurociencia cognitiva incorporó las técnicas de la biología molecular, lo que dio origen a una nueva ciencia de la mente -la biología molecular de la cognición- que nos ha permitido estudiar a escala molecular cómo pensamos, sentimos, aprendemos y recordamos.
Toda revolución tiene raíces en el pasado, y la que culminó en la formación de la nueva ciencia de la mente no es una excepción. Si bien el papel crucial que desempeña la biología en el estudio de los procesos mentales era nuevo, la capacidad de la biología para influir en nuestra manera de vernos no lo era. A mediados del siglo XIX, Charles Darwin dijo que no fuimos creados en un acto único sino que evolucionamos a partir de antepasados animales. Es más, sostuvo que toda forma viviente se remonta a un antepasado común, que dio origen a la vida. También propuso una idea aun más audaz: que la fuerza que impulsa la evolución no responde a un propósito consciente, inteligente o divino, sino que constituye un proceso "ciego" de selección natural, procedimiento totalmente mecánico de selección por medio de pruebas y errores, que se fundamenta en las variaciones hereditarias.
Las ideas de Darwin impugnaban directamente las enseñanzas de la mayoría de las religiones. Como el anhelo histórico de la biología había consistido en explicar el diseño divino de la naturaleza, sus teorías rompieron el lazo histórico entre la religión y la biología. Con el tiempo, la biología moderna habría de proponer que los seres vivos, con toda su belleza e infinita diversidad, son meros productos de las combinaciones de bases de nucleótidos, elementos constitutivos del código genético en el ADN. A lo largo de millones de años, las combinaciones existentes hoy fueron "seleccionadas", por así decirlo, en virtud del éxito reproductivo que aseguraban en el curso de la proverbial lucha de los organismos por la supervivencia.
La nueva biología mental es, en potencia, más perturbadora aun, pues sugiere que no sólo el cuerpo, sino la mente y las moléculas específicas que intervienen en los procesos mentales superiores -la conciencia de sí y de los otros, del pasado y del futuro- evolucionaron a su vez desde la época de nuestros antepasados. Además, esta nueva biología postula que la conciencia es un proceso biológico que, a su debido tiempo, podrá explicarse en términos de vías de señalización moleculares utilizadas por poblaciones de células nerviosas que interactúan entre sí.
La mayoría de nosotros acepta los frutos de la investigación científica experimental si se aplican a otras partes del cuerpo. Por ejemplo, no nos sentimos incómodos por saber que el corazón no es la sede de las emociones y que sólo es un órgano muscular que bombea sangre en el sistema circulatorio. Sin embargo, para algunas personas la idea de que la mente y el espíritu del hombre provienen de un órgano físico -el cerebro- resulta novedosa y alarmante. No pueden creer que el cerebro es un órgano de cómputo que procesa información, cuyo extraordinario poder no radica en su misterio sino en su complejidad: la enorme cantidad de células nerviosas que contiene, su diversidad, y sus múltiples interacciones.
Para los biólogos que estudian el cerebro, la belleza de la mente no se amengua cuando se aplican métodos experimentales para estudiar el comportamiento humano. Además, ninguno de ellos teme que se trivialice la concepción que se tiene de la mente por obra de un análisis reduccionista que determine los componentes y las actividades del cerebro. Por el contrario, la mayoría de los hombres de ciencia creen que los estudios biológicos probablemente aumenten nuestro respeto por la potencia y la complejidad de la mente.
De hecho, al haber unificado la psicología conductista y la cognitiva, la neurociencia y la biología molecular, esta nueva ciencia de la mente puede abordar cuestiones filosóficas con las que los pensadores más eminentes han lidiado durante milenios. ¿Cómo adquiere la mente el conocimiento sobre el mundo? ¿Qué proporción de ella se hereda? ¿Nos imponen las funciones mentales innatas una manera fija de experimentar el mundo? ¿Qué cambios físicos se producen en el cerebro cuando aprendemos y recordamos? ¿Cómo es que una experiencia que dura unos minutos se transforma en un recuerdo que dura toda la vida? Estos interrogantes ya no son terreno de especulaciones metafísicas sino fértiles áreas de investigación experimental.
Los aportes de la nueva ciencia de la mente se manifiestan plenamente en la actual comprensión de los mecanismos moleculares que utiliza el cerebro para almacenar los recuerdos. La memoria -capacidad de adquirir y almacenar información sumamente diversa, desde las nimiedades de la vida cotidiana hasta las complejas abstracciones de la geografía y del álgebra- es uno de los aspectos más notables del comportamiento humano. Nos permite resolver problemas que afrontamos a diario evocando simultáneamente varios hechos a la vez, cosa vital para la resolución de problemas. En un sentido más amplio, confiere continuidad a nuestra vida: nos brinda una imagen coherente del pasado que pone en perspectiva la experiencia actual. Esa imagen puede no ser racional ni precisa, pero es persistente. Sin la fuerza cohesiva de la memoria, la experiencia se escindiría en tantos fragmentos como instantes hay en la vida, y sin el viaje en el tiempo que nos permite hacer la memoria, no tendríamos conciencia de nuestra historia personal ni manera de recordar las alegrías que son los luminosos mojones de la vida. Somos quienes somos por obra de lo que aprendemos y de lo que recordamos.
Los procesos de la memoria nos son más útiles si podemos recordar rápidamente los sucesos felices y atenuar el impacto emocional de los acontecimientos traumáticos y de las decepciones. A veces, no obstante, los recuerdos horrorosos persisten y arruinan la vida, como ocurre en el caso del estrés postraumático, perturbación que afecta a algunas personas que sufrieron en forma directa acontecimientos terribles como el Holocausto, la guerra, violaciones o catástrofes naturales.
La memoria no sólo es esencial para la continuidad de la identidad sino para la transmisión de la cultura, la evolución y la continuidad de las sociedades a lo largo de las centurias. Aunque el tamaño y la estructura del cerebro humano no se han modificado desde la aparición del Homo sapiens en África oriental hace unos 150.000 años, la capacidad de aprendizaje de los individuos y su memoria histórica se han incrementado a lo largo de los siglos en virtud del conocimiento compartido, es decir, mediante la transmisión de la cultura. La evolución cultural, modo de adaptación que no es biológico, obra en paralelo con la evolución biológica como medio de transmisión del conocimiento del pasado y como comportamiento adaptativo a lo largo de las generaciones. Desde la antigüedad hasta nuestros días, todas las hazañas humanas fueron producto de una memoria compartida que se acumuló durante siglos, fuera mediante registros escritos o a través de una tradición oral conservada con esmero.
Así como la memoria compartida enriquece nuestra vida en tanto individuos, la pérdida de la memoria destruye la continuidad del yo, corta los lazos con el pasado y con los otros, y puede afligir al niño o al adulto maduro. El síndrome de Down, el mal de Alzheimer y la pérdida de la memoria que acarrea la edad son ejemplos muy conocidos de enfermedades que afectan la memoria. Ahora también sabemos que ciertos defectos de la memoria intervienen en algunas perturbaciones psiquiátricas: en la esquizofrenia, la depresión y los estados de ansiedad, el individuo carga con el peso agregado de una memoria defectuosa.
La nueva ciencia de la mente da sustento a la esperanza de que una mayor comprensión de la biología de la memoria permitirá luego tratar mejor su pérdida y el efecto de los recuerdos dolorosos que persisten. De hecho, esta nueva ciencia tendrá probablemente consecuencias prácticas en muchas áreas de la salud. No obstante, sus metas exceden el mero objetivo de remediar enfermedades devastadoras, pues pretende penetrar en los misterios de la conciencia, incluido el misterio supremo: cómo el cerebro de una persona crea la conciencia de un yo único y el sentido del libre albedrío.
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