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Stéphane Mosès
El Eros y la Ley
Lecturas bíblicas
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Introducción - I. Adán y Eva
Los estudios reunidos en este volumen tienen una característica común: todos ellos parten de una lectura literal del Antiguo Testamento para llegar a esclarecer un sentido universalmente inteligible. Por "lectura literal" entendemos aquí la lectura del texto hebreo original. Ahora bien, esta elección no se funda en el aura que podría conferirle su antigüedad, ni siquiera en su prioridad con respecto a todas las traducciones, sino en el hecho de que su sentido está cifrado, aun en los detalles más pequeños, en el entramado de la lengua. Nada es indiferente en él: ni la elección de las palabras, ni su forma gramatical, ni su organización sintáctica, ni la textura sonora, y aun menos la vasta red de correspondencias -ecos, paralelismos y oposiciones- que vinculan entre sí estos diversos elementos lingüísticos. Como en un poema, cada detalle del lenguaje es significativo aquí, y esta dimensión poética confiere al texto toda la riqueza de su sentido.
Por tal motivo, la tradición judía entiende que este sentido puede ser inagotable: dentro de la red de restricciones tramada por los signos lingüísticos que componen el texto, la interpretación es libre de completar los blancos o llenar los márgenes, y de proponer, generación tras generación, nuevas lecturas. Para la tradición judía, a diferencia de cualquier visión dogmática, esta constante invención del sentido constituye, precisamente, la esencia de la Revelación.
Desde siempre, las múltiples interpretaciones de la Biblia persiguen el soplo original que anima al texto, los ecos todavía audibles de la voz infinita que, según esta tradición, se reveló por vez primera en el Sinaí, y que aún hoy se manifiesta a través de este libro. Para ciertos comentarios judíos antiguos, estos ecos conservan la huella de un Eros divino primigenio que sigue animando al texto bíblico. Puesto que esa palabra originaria está destinada a los hombres, y aspira a regir sus vidas sobre esta tierra, el soplo del Eros divino se ha encarnado, en el texto bíblico, en discurso de la Ley. No obstante, para comprender el espíritu que lo vivifica, es preciso redescubrir, detrás del discurso de la Ley, al Eros primordial de donde proviene.
En los estudios que siguen, esta tradición será reinterpretada en términos del discurso filosófico occidental. Pero, a su vez, dichos términos serán reelaborados por las categorías judías que los irán transformando desde adentro. Ello es válido, en especial, para ciertas nociones procedentes de la teología -como las de Creación y Revelación- y, sin duda alguna, también para la noción misma de Dios. Estos desplazamientos conceptuales y de perspectiva quizá puedan originar otra manera, nueva y a la vez muy antigua, de leer la Biblia en el contexto de la cultura occidental: otra manera de descifrar el mundo, otra manera de proyectar un sentido en él.
I. Adán y Eva
El texto del Antiguo Testamento menciona un solo fenómeno de encarnación. Este fenómeno se sitúa, a modo de paradigma de la condición humana, en el origen de la historia de la humanidad. Se trata de la creación del hombre y de la mujer, de su "hacerse carne", tal como lo refiere el relato del Génesis. Ahora bien, el hecho de que este relato ponga en primer plano el hacerse carne del ser humano indica que, para la Biblia, su corporeidad -es decir, el hecho de que aparezca revestido de una envoltura carnal- plantea un problema que requiere explicación. Por cierto, la corporeidad es aquello que define al conjunto de los seres vivos, tal como surgen en el quinto día de la Creación -es decir, antes de que aparezca el ser humano-: "Dijo Dios: Bullan las aguas de animales vivientes [...]. Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo animal viviente, los que serpean, de los que bullen las aguas por sus especies" (Gn 1:21, 22). Desde este punto de vista, la vida corporal -con sus dos propiedades esenciales: la multiplicidad y la motricidad- es aquello que el ser humano y el animal tienen en común.
Por lo demás, la naturaleza de la vida humana y la de la vida animal tendrían, según el relato bíblico, esencias radicalmente distintas. En efecto, en el ser humano la vida no se manifiesta de entrada, como en el animal, sino que surge sólo al término de un proceso de combinación, o síntesis, entre dos elementos distintos: el espíritu y la materia: "Entonces El Señor formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente" (Gn 2:7). La creación del ser humano -haAdam en el texto hebreo- se desarrolla, pues, en tres etapas. La primera lo constituye como pura materia, "polvo del suelo", arcilla primigenia, sustancia inorgánica anterior a la emergencia de la vida. La segunda etapa implica la aparición de un "aliento de vida" -pero el término hebreo nishmat jaim también puede traducirse como "alma viviente"- de origen trascendente en el ser humano, gracias al cual este último participa, en cierta medida, de la realidad divina. Por último, en virtud de la unión de estos dos elementos opuestos -uno, material; otro, espiritual- el ser humano se convierte en un ser vivo. En otras palabras, mediante la insuflación divina, la materia bruta que constituye al hombre se transforma en carne viviente. La presencia de este elemento espiritual en el corazón de la materia confiere al cuerpo humano su especificidad, y lo distingue del cuerpo animal. Ello no significa que éstos carezcan de los elementos constitutivos de la vida orgánica; en tanto seres vivos, los animales también poseen un "alma viviente" (nefesh jaiá). Pero, según los comentadores tradicionales, esta última sólo comprende dos principios "el de la vida vegetativa y el de la motricidad", y excluye el principio del conocimiento intelectual -según el comentario de Nahmánides sobre Gn 2:7-. Por consiguiente, este aspecto distingue el cuerpo animal del cuerpo humano, el cual estaría animado desde el interior -de acuerdo con la antropología bíblica- por una dinámica espiritual, es decir, por una forma propia de conocimiento.
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