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Robert B. Laughlin

Un universo diferente

La reinvención de la física en la Edad de la Emergencia


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1. La ley de la frontera

La naturaleza es una idea colectiva, y aunque su esencia está presente en cada uno de los individuos de una especie, su perfección no puede estar en un solo objeto.
Henri Fuseli

[...] La disciplina científica a la que me dedico, la física teórica, se ocupa de las causas últimas de los fenómenos. Por supuesto, los físicos no tenemos el monopolio de la reflexión sobre el tema, pues todos pensamos alguna vez en las causas últimas, en mayor o menor medida. Debe de ser un rasgo atávico que adquirimos cuando vivíamos en África y peleábamos por la supervivencia en un mundo físico en el que de hecho hay causas y consecuencias, relación que se manifiesta entre estar cerca de un león y ser devorado por él, por ejemplo. Así, los seres humanos estamos hechos para buscar las relaciones causales entre distintos fenómenos, y nos da placer encontrar reglas con implicaciones encadenadas. También estamos diseñados para no tolerar situaciones en las que nos inundan los hechos sin que podamos hallar en ellos significado alguno. Todos deseamos en secreto que exista una teoría última, un conjunto general de leyes de las que se desprenda toda la verdad que nos libre de la frustración que nos provocan los hechos. De ahí que la física teórica interese a muchas personas que no se dedican a la actividad científica, que deciden adentrarse en ella incluso cuando a veces les resulta demasiado técnica y abstrusa.
Pero no todo son buenas noticias. Primero nos parece que la física satisface nuestra necesidad de encontrar la teoría última que explique los fenómenos que se dan en el mundo de los humanos y nos haga sentir orgullosos de haber establecido un conjunto de relaciones matemáticas que, según sabemos, permiten dar cuenta de todo lo que ocurre en la naturaleza por encima del núcleo atómico. Esas reglas son simples y elegantes, y su belleza puede capturarse en un par de líneas. Sin embargo, luego nos damos cuenta de que esa simplicidad es engañosa, como esos relojes digitales baratos que traen uno o dos botones. Las ecuaciones son difíciles de entender e imposibles de resolver en casi todos los casos. Para demostrar su validez, se requieren argumentos cuantitativos largos, tortuosos y sutiles, y además se necesita conocer todo el trabajo científico posterior a la Segunda Guerra Mundial, que ha sido muchísimo. Si bien quienes sentaron las bases teóricas de la física moderna fueron los científicos de la década de 1920 -Schrödinger, Bohr y Heisenberg-, sus ideas sólo pudieron ponerse a prueba con métodos cuantitativos y en una gran variedad de contextos experimentales cuando se inventaron las poderosas computadoras electrónicas y los gobiernos invirtieron en la formación de ejércitos de personas competentes en materia tecnológica. Luego hubo otros desarrollos importantes: la purificación del silicio y el perfeccionamiento de los dispositivos de bombardeo de átomos, entre otros. De hecho, nunca habríamos tenido la certeza de que la teoría básica era correcta si no hubiese sido por la Guerra Fría y la importancia económica de la electrónica, los radares y la necesidad de cronometrarlo todo, que impulsaron a los gobiernos a subsidiar la investigación en física por motivos eminentemente prácticos.
Ahora, ochenta años después de la formulación de la teoría fundamental, estamos en problemas. La comprobación experimental reiterada y detallada de las relaciones establecidas ha clausurado la frontera del reduccionismo en el nivel de la vida cotidiana. Al igual que el cierre de la frontera norteamericana, esta clausura es un acontecimiento cultural importante, y ha dado origen a todo tipo de debates sobre el futuro del conocimiento. Hasta se ha publicado un libro en el que se analiza la premisa de que la ciencia se encuentra en un callejón sin salida y ya no es posible hacer descubrimientos fundamentales. Al mismo tiempo, la lista de fenómenos simples que es "muy difícil" explicar por medio de las ecuaciones matemáticas disponibles se alarga cada vez más.
Quienes vivimos en tierras de frontera de verdad nos reímos de todo esto, mientras oímos a los coyotes aullar en la oscuridad. Nada nos resulta tan divertido como los descubrimientos sobre lo salvaje que hacen quienes vienen de la civilización y se pierden hasta para ir al supermercado. En mi opinión, nuestra época tiene un inquietante parecido con el invierno que pasaron Lewis y Clark en el estuario del río Columbia. Con agallas y decisión, los expedicionarios cruzaron el continente, y descubrieron que lo valioso no era llegar al mar sino haber encarado la travesía. En esa época, la frontera oficial era un espejismo legal vinculado con derechos de propiedad y políticas de colonización más que con un enfrentamiento cara a cara con la naturaleza. Hoy en día, la situación es similar: la verdadera frontera, que es salvaje por naturaleza, puede estar a la vuelta de la esquina; hay que saber mirar.
Pese a su carácter salvaje, la frontera se rige por leyes. En el legendario Lejano Oeste, la ley era la llegada de la civilización a un territorio donde imperaba la barbarie, y ésta venía de la mano de alguna figura heroica que impedía el avance de la naturaleza humana salvaje a pura fuerza de voluntad. Los hombres podían obedecer la ley o desoírla, aunque corrían el riesgo de que los bajaran a tiros si elegían lo segundo. Pero también estaban las leyes de la naturaleza, relaciones que son siempre verdaderas, haya observadores presentes o no: el sol sale todos los días; el calor fluye de los cuerpos calientes a los fríos; cuando un ciervo siente la presencia de un puma, huye. Estas leyes son exactamente lo contrario de las del mito, en el sentido de que surgen de lo salvaje y constituyen su esencia, en lugar de ser un medio que lo contiene. De hecho, referirse a ellas como "leyes" es un poco confuso, pues implica que constituyen una especie de decreto que las entidades de la naturaleza, dotadas de voluntad propia, eligen obedecer, y eso no es correcto. En verdad, se trata de una codificación de la forma en que suceden las cosas.
Las leyes importantes que conocemos son, sin excepción, descubrimientos azarosos y no deducciones. Esto es perfectamente compatible con la experiencia cotidiana. El mundo está lleno de sutiles regularidades y relaciones causales que pueden cuantificarse, ya que así es como podemos hacer que las cosas tengan sentido y usar la naturaleza con fines propios. Sin embargo, el descubrimiento de esas regularidades y relaciones es impredecible y ningún científico puede pronosticarlo. Este postulado del sentido común sigue siendo cierto incluso cuando la materia se somete a un análisis cuantitativo y más detallado. Así, resulta que nuestro dominio del universo es una engañabobos, una especie de vaquero sin vacas. La idea de que ya conocemos todas las leyes importantes de la naturaleza es parte del engaño. La frontera todavía está cerca y todavía es salvaje.

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