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Philippe Burrin

Resentimiento y apocalipsis

Ensayo sobre el antisemitismo nazi


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Introducción

¿Las grandes tragedias pueden tener causas simples? Cuando menos suscitan preguntas simples, como si la amplitud abrumadora de un acontecimiento exigiera una explicación global. Ahora bien, las preguntas simples suelen ser temibles; es, pues, comprensible que los historiadores eviten abordarlas y prefieran el estudio del "porqué" al análisis del "cómo". Pero ¿acaso es posible evitarlas realmente? En particular si se trata del genocidio de los judíos de Europa, tragedia inédita que puso profundamente en tela de juicio a nuestra civilización y que aún suscita la reflexión de personas de los más diversos campos.
Tres interrogantes se imponen en relación con este tema. En primer lugar, si la aversión -en el mejor de los casos- y la hostilidad -con mucha frecuencia- hacia los judíos se había difundido por toda Europa, ¿por qué la tragedia ocurrió en Alemania? En segundo lugar, ¿por qué, después de 1933, el prejuicio antijudío se convirtió en una suerte de norma de la sociedad alemana que permitió al régimen nazi, cuyo antisemitismo era mucho más radical que el de la población, llevar adelante su política sin obstáculos serios? Por último, ¿por qué se llegó hasta la masacre si otras soluciones ya habían sido evaluadas y aun aplicadas, desde un sistema de apartheid hasta la emigración forzada o la concentración en un territorio periférico?
Es posible dar una respuesta simple a estas preguntas. El odio a los judíos: ésa sería una explicación global. Ahora bien, ¿esta explicación es plenamente satisfactoria? ¿Cómo demostrar su validez? Es evidente que el antisemitismo está vinculado con el genocidio; nadie se tomaría el trabajo de poner en duda este hecho; sin embargo, no hay consenso acerca de la naturaleza exacta de dicho vínculo -relación de causa-efecto o vaga solidaridad-.
A primera vista, la masacre de poblaciones indefensas, la transgresión de las barreras de la civilización que significó el asesinato de niños, mujeres y ancianos, no pueden explicarse sino por un odio cuya excepcional intensidad abreva en una profunda acumulación de prejuicios. Para aquel que privilegie esta pista, el genocidio aparecerá naturalmente como la consecuencia paroxística de una larga tradición de estigmatización de los judíos en el mundo cristiano. Se enfocará especialmente una cultura nacional, la cultura alemana, que desarrolló desde el siglo XIX un antisemitismo cuya virulencia no tenía antecedentes.
Ésta ha sido la tesis de Daniel Goldhagen, quien retoma ciertas obras publicadas al término de la Segunda Guerra Mundial y sostiene que en Alemania la "eliminación" de los judíos constituyó un "proyecto nacional"; asimismo, sigue a Émile Durkheim en su postulación de una "mentalidad alemana" que explicaría los crímenes de guerra perpetrados por los ejércitos imperiales en territorio belga y francés durante el verano del año 1914. Los especialistas han criticado, con razón, su lectura selectiva y su reconstrucción teleológica del antisemitismo alemán anterior a 1933. También es criticable su concepción de que el antisemitismo habría constituido un valor constante entre 1933 y 1945, como si no hubiera habido aprendizaje del prejuicio ni dinámica de la hostilidad.
Una tesis tan marcada es un hecho aislado en la comunidad científica; en efecto, muchos son los investigadores que, por el contrario, tienden a limitar la importancia del antisemitismo. Pues ¿no hay, acaso, un hiato entre el carácter apocalíptico del genocidio y la banalidad, o aun la "normalidad", del antisemitismo previo y posterior al establecimiento del régimen nazi? Los prejuicios estorban y, algunas veces, obstruyen el desarrollo de nuestras sociedades sin que este hecho siempre derive en tragedias; por lo demás, no es tan simple demostrar que la hostilidad hacia los judíos había alcanzado una amplitud extraordinaria en Europa, y aun en Alemania, antes de la catástrofe. Por consiguiente, es preferible dar mayor relevancia a otros factores, ya generales y de larga duración o bien ligados al contexto inmediato del régimen nazi.
La primera categoría concierne a la modernidad; ésta es una tendencia muy amplia, con frecuencia connotada en términos positivos. Sin embargo, no la mencionaremos aquí por sus aportes en materia de emancipación y progreso, sino por su potencial destructor, oscura contrapartida cuya manifestación reveladora encarnaría en el genocidio judío. Durante la época del nazismo y en el período posterior, se acusaba, en la línea de Eric Voegelin, a la descristianización de haber dejado el campo libre a los ídolos sanguinarios de los regímenes totalitarios: la clase o la raza. En la actualidad, se prefiere poner en tela de juicio, siguiendo al filósofo Zygmunt Bauman, la lógica del Estado moderno, con su racionalidad instrumental y su culto de la técnica, pues ambos conducen a tratar a las poblaciones como objetos pasibles de ser censados, categorizados, configurados y, algunas veces, eliminados.
En apoyo de este enfoque, es válido destacar el enorme trabajo administrativo que acompañó toda la política de persecución del Tercer Reich. Su temible eficacia, sin duda, permite sostener que el racismo nazi era una tecnología altamente moderna y que el genocidio de los judíos fue una empresa muy diferente del genocidio de los tutsis en Ruanda. No obstante, el empleo de los medios técnicos de la modernidad es algo que los estados de derecho tienen en común con el régimen nazi, de modo que es lícito preguntarse si estamos tocando aquí el punto central.
En cuanto a los historiadores especializados en el estudio de la política nazi, muchos son los que se inclinan, contrariamente a las posiciones de Saul Friedländer, a minimizar el papel del antisemitismo. Tras reconstituir la cadena de decisiones y la madeja de interacciones que condujeron al exterminio, subrayan el papel de la competencia entre burocracias, la presión de los intereses materiales o corporativos, la espiral de iniciativas regionales y, de manera general, las vacilaciones y las improvisaciones que caracterizaron al proceso de persecución.
Sus trabajos constituyen un rico aporte a nuestros conocimientos, pero hemos pagado un alto precio por ello. En efecto, el antisemitismo, siempre mencionado, ha pasado a un segundo plano, como un factor que debe tenerse en cuenta, pero cuya importancia estaría dada por la función que desempeñaba, ya sea reactivando un partido nazi cuyo activismo estaba en baja tras su llegada al poder, ya sea brindando a la población una compensación por las promesas de cambio social imposibles de realizar. El genocidio mismo aparece como la consecuencia de múltiples imposiciones que, al impedir otras "soluciones" para una "cuestión judía" que debía resolverse a cualquier precio, derivaron en la elección del exterminio masivo. El antisemitismo habría cumplido, en suma, el rol de indicar a los perseguidores una población tradicionalmente estigmatizada, cuya eliminación representaba una suerte de solución fácil frente a la imposibilidad de llevar integralmente a cabo la remodelación racial de Europa ya emprendida por los dirigentes nazis.
Sin duda, tanto el cristianismo como la modernidad están implicados en el genocidio de los judíos, al igual que la historia alemana, por supuesto. Sin embargo, es necesario especificar, en forma convincente y sobre una base comparada, la amplitud y las modalidades de esta implicación. En nuestra opinión, entre una explicación que privilegia una tendencia de larga duración -el antijudaísmo cristiano, la modernidad- y la concentración -un poco miope a veces- en los meandros de la política nazi, se ha dejado libre un vasto campo que aún debe ser problematizado.
Para determinar el papel a nuestro juicio fundamental desempeñado por el antisemitismo en la política de persecución nazi, es preferible elegir un marco de mediano alcance -por ejemplo, a partir de fines del siglo XIX- y diferenciar el objeto de estudio. El antisemitismo moderno siempre ha sido analizado como un todo. A lo sumo, se distingue una forma moderada y una forma radical, pero no se aclara si la distinción se refiere al contenido o a la intensidad. Lo mejor será dar por sentada su pluralidad inicial, y aceptar que comportaba variantes lo bastante definidas como para que estuvieran claras, desde su emergencia, las consecuencias de las medidas proyectadas o aceptables. En el caso de Alemania, es necesario precisar la especificidad del antisemitismo nazi, sus aportes relativamente novedosos, y asimismo tener en cuenta su relación de competencia y de influencia con respecto a las variantes coexistentes.
Esta diversidad interna del antisemitismo y la relativa novedad de la judeofobia nazi impiden pensar en términos de mera continuidad. El peso de la tradición antijudía legada por el cristianismo y absorbida por el antisemitismo moderno es patente, y no se trata en absoluto de minimizarlo. Pero, a la inversa, tampoco debemos subestimar la importancia de ciertas cesuras, en especial la llegada de los nazis al poder en 1933, y sobre todo el trabajo de amplificación y recomposición del antisemitismo llevado a cabo bajo el nuevo régimen.
Sería falso decir que, a partir de 1933, los alemanes de pronto revelaron que todos ellos eran, secretamente y desde hacía años, antijudíos. En realidad, comenzaron a serlo por entonces en mayor cantidad y con mayor intensidad que en el pasado, pues el prejuicio antisemita, por así decir, se había cristalizado bajo el efecto de factores que aún debemos dilucidar: algunos están ligados al mediano plazo; otros, a los mecanismos sociales contemporáneos de la consolidación del régimen nazi.
Desde esta perspectiva, es comprensible que el antisemitismo no pueda ser considerado únicamente como una colección de clichés negativos y, mucho menos, como una pasión ciega. Ante todo debe ser analizado como un imaginario, como una serie de prácticas y, de manera más amplia, como una cultura, es decir, un conjunto de representaciones que sirven para definir una identidad colectiva y que debe ser relacionado con otros elementos de esa identidad. Por consiguiente, un enfoque de historia cultural debe preocuparse por reconstruir el sentido que los actores contemporáneos daban a su actitud o a su acción antijudía, y relacionar ese sentido con la configuración identitaria más amplia, política y nacional, en la que se inscribía.
Tal enfoque, probablemente como cualquier otro enfoque del genocidio, tiene sus límites. El historiador se halla al borde de un abismo cuyas profundidades sondea con instrumentos insuficientes. ¿Cómo explicar tanto odio y tanta violencia? Pero aun el odio debe estar atravesado por representaciones para ser eficaz y sostenerse en el tiempo; necesita motivos y racionalizaciones para convertirse en acción. Debemos, pues, delimitar ese odio y esa violencia, esforzándonos por comprender, además, qué mecanismos permitieron que la sociedad alemana los asumiera como propios, al punto de bloquear toda oposición seria a una persecución radical. [...]

 

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