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Obstáculos filosóficos para una ciencia de la conciencia
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La corazonada zombi: ¿el fin de una intuición?
En la caricatura que ilustra la tapa de este libro, Steinberg muestra una forma interesante de abordar el problema de la conciencia. Si ésa es la verdad metafórica sobre la conciencia, ¿cuál es la verdad literal? ¿Qué es lo que ocurre en el mundo (en gran medida, podemos suponer, qué pasa por la cabeza de este sujeto) que hace de esta magnífica metáfora una descripción tan adecuada?
1 EL GIRO NATURALISTA
La concepción que tenemos de este interrogante a fines del siglo XX es bien distinta de las que se tenían a comienzos de siglo, y esto se debe poco al progreso de la filosofía y mucho al de la ciencia. La versión puntillista del hombre consciente de Steinberg nos da una leve idea de cuáles son los avances que prometen cambiar el rumbo de los acontecimientos para siempre, al menos para muchos de nosotros. Lo que hoy sabemos es que somos un conjunto de miles y miles de millones de células de miles de tipos diferentes. La mayoría de las células que componen nuestro organismo provienen del óvulo y el espermatozoide a cuya unión debemos nuestro origen (aunque también hay millones de células que hicieron autoestop, pertenecientes a miles de linajes que viajan de polizones en el organismo) y, para decirlo con la mayor claridad posible de una vez por todas, no hay una sola célula de las que forman parte de nosotros que sepa quiénes somos, o a la que le importe saberlo.
Las células que nos integran están vivas, pero hoy sabemos sobre la vida lo suficiente para percibir que cada célula es una unidad mecánica, un microrrobot en gran medida autónomo cuyo grado de conciencia no supera al de una levadura. La masa de pan que leva en un recipiente está llena de vida; sin embargo, nada de lo que hay en ese recipiente está dotado de sensibilidad o conciencia -y si no fuera así, sería un hecho notable del que hoy en día no tenemos ni la más mínima evidencia-. Es que hoy sabemos que los "milagros" de la vida -el metabolismo, el crecimiento, las funciones de autorreparación y defensa y, claro está, la reproducción- se realizan por medios cuya complejidad puede maravillarnos, sin que sea en absoluto milagrosa. El organismo no necesita un supervisor sensible para que el metabolismo funcione, ni es necesario un élan vital para desencadenar mecanismos de autorreparación, y las incesantes nano-fábricas de la división celular producen duplicados sin que sea necesaria la intervención de deseos fantasmagóricos o fuerzas vitales especiales. Así haya cien kilos de levadura juntos, no se hacen preguntas sobre Braque ni sobre ningún otro tema, pero nosotros sí, y sin embargo estamos hechos de partes (es decir, de células eucarióticas) que son básicamente del mismo tipo que las células de la levadura, con la diferencia de que realizan otras tareas. Nuestro ejército de miles de millones de robots conforma un régimen cuya eficiencia nos deja sin aliento. Pese a que no hay un dictador que lo rija, se las arregla para rechazar los ataques enemigos, desterrar a los débiles, mantener una férrea disciplina y ser el cuartel de un ser consciente, una mente. Las comunidades celulares son fascistas en extremo; nuestros intereses y valores, en cambio, poco tienen que ver con sus limitados objetivos... por suerte. Hay personas que son amables y generosas; hay otras que son inflexibles; a algunos les atrae la pornografía y otros dedican su vida a servir a Dios. Y a lo largo de los siglos, los hombres han caído en la tentación de atribuir esas notables diferencias a algún factor adicional -un alma-, ubicado en algún sector del cuartel corporal. Hasta no hace mucho tiempo, esa idea de un mágico ingrediente extra era la única explicación posible de la conciencia que tenía alguna posibilidad al menos de parecer sensata. Para muchos, de hecho, la idea del dualismo es aún hoy la única concepción de la conciencia que tiene sentido, pero los científicos y los filósofos están de acuerdo en que el dualismo es falso; tiene que serlo. Cada uno de nosotros está hecho de robots mecánicos y punto: no hay ingredientes no físicos, no robóticos en la receta de los seres humanos.
Pero, ¿cómo es posible? Hace más de dos siglos y medio, Leibniz ideó una bomba de intuición que desafiaba nuestra imaginación, antecesor engañoso del experimento de la habitación china de Searle, la nación china de Block y los zombis de hoy en día.
"Nos vemos obligados, por lo demás, a confesar que la percepción, y lo que depende de ella, es inexplicable por razones mecánicas, es decir, por medio de figuras y movimientos. Supongamos pues la existencia de una máquina cuya estructura le permita pensar, sentir y ser capaz de percepción, y suficientemente aumentada de modo tal que conserve las mismas proporciones y que sea posible ingresar en ella como en un molino. Y una vez supuesta, si la examinamos por dentro, no hallaremos sino unas piezas que trabajan unas sobre otras, pero nunca nada que explique una percepción. Así pues, habrá que buscar esa explicación en la sustancia simple y no en el compuesto o en la máquina (Leibniz, Monadología, [1714]: §17)."*
Hay un impresionante non sequitur en este argumento que reverbera en las polémicas contemporáneas. La aseveración de Leibniz, ¿pertenece al orden de lo epistemológico -nunca comprenderemos la maquinaria de la conciencia- o al plano metafísico -la conciencia no puede ser una "maquinaria"-? En el prólogo y la conclusión, el filósofo deja en claro que él entiende que está demostrando una verdad metafísica, pero los argumentos que esgrime justifican, en el mejor de los casos, la lectura epistemológica, menos ambiciosa. Alguien podría haber utilizado la maravillosa imagen gulliveriana de Leibniz para ilustrar y hacer plausible el aserto de que, aunque la conciencia es -y, en última instancia, debe ser- producto de un sistema mecánico enormemente complejo, sin dudas la explicación de cómo es excede por completo la capacidad intelectual de todo individuo. Sin embargo, Leibniz tiene la clara intención de que el ejemplo ilustre cuán absurdo es que la conciencia pueda ser un efecto emergente de una maquinaria enormemente compleja ("Así pues, habrá que buscar esa explicación en la sustancia simple y no en el compuesto o en la máquina").
La misma falta de correspondencia entre fines y medios caracteriza la investigación hoy en día: Noam Chomsky, Thomas Nagel, Colin McGinn y muchos otros han conjeturado, especulado o afirmado que la comprensión de la conciencia excede el entendimiento humano, que, para usar la distinción propuesta por Chomsky, no es un problema sino un misterio. Según esta línea de pensamiento, carecemos de los medios -la capacidad mental, la perspectiva o la inteligencia- para comprender cómo las "piezas que trabajan unas sobre otras" conforman la conciencia. Sin embargo, como Leibniz, esos pensadores también han sugerido que ellos sí comprenden el misterio de la conciencia hasta cierto punto: hasta el punto que les permite concluir que no es posible resolverlo con explicaciones mecanicistas. Y, también al igual que Leibniz, no han proporcionado ningún argumento para justificar sus conclusiones pesimistas, sino tan sólo alguna que otra imagen convincente. Cuando contemplan las posibilidades futuras, dejan un espacio en blanco y de ahí deciden que no sólo no puede echarse más luz al respecto, sino que ni existe la posibilidad de echar más luz.
¿Podríamos pensar, sin embargo, que a Leibniz, perdido en su enorme molino, el árbol no le permitió ver el bosque? ¿No podría haber una perspectiva, que podríamos llamar de vuelo de pájaro -que no sería la mirada en primera persona del sujeto en cuestión, sino una visión más distanciada, en tercera persona-, según la cual, aguzando la vista lo suficiente, podríamos hacer foco en los patrones reconocibles de la conciencia en actividad? ¿No sería dable pensar que, de alguna manera, la organización de todas las partes cuyo funcionamiento depende de otras partes genera la conciencia como un producto emergente? Y si eso fuera posible, ¿por qué no podemos abrigar la esperanza de comprenderla, una vez que hayamos desarrollado los conceptos adecuados? Ése es el camino que hemos recorrido con entusiasmo y buenos resultados durante los últimos veinticinco años dentro de las doctrinas hermanas de la ciencia cognitiva y el funcionalismo: la extrapolación del naturalismo mecanicista del cuerpo a la mente.
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(1) La traducción es de Virginia Naughton, en G. W. Leibniz, La monadología, Buenos Aires, Quadrata, 2005, p. 41. [N. de las T.]
(2) En otro pasaje citado por Latta, Leibniz explicita este punto: "Si en lo orgánico no hay más que mecanismos, es decir, materia pura, con diferencias de espacio, magnitud y forma, nada puede deducirse o explicarse, excepto los mecanismos en sí, es decir, esas diferencias, puesto que, para cualquier cosa que se tome en sí misma, lo único que puede deducirse y explicarse son las diferencias de los atributos que la constituyen. Por consiguiente, tranquilamente podemos concluir que, en un molino o un reloj, no hay ningún principio que perciba lo que ocurre, y no interesa si las partes de la máquina son sólidas, líquidas, gaseosas o una combinación de estados. Más aun, sabemos que no hay diferencias esenciales entre las máquinas de mayor o de menor precisión, sino sólo una diferencia de magnitudes. De allí se sigue que, si es imposible imaginar cómo surge la percepción en una máquina menos precisa, también sea imposible imaginarlo en una máquina más sutil, ya que, si nuestros sentidos fueran más finos, sería lo mismo que percibir una máquina menos delicada, como sucede en este momento" (De Commentatio de Anima Brutorum, 1710, citado en Latta, 228.)
(3) Por supuesto, eso no probaría nada. Se trata sólo de una bomba de intuición.
(4) Esta postura aparece en textos recientes como los de Chomsky (1994), Nagel (1998) y McGinn (1999).
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