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Michel Pastoureau
Una historia simbólica de la Edad Media occidental
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El juego
La llegada del juego de ajedrez a Occidente
Historia de una aculturación difícil
El texto occidental más antiguo que menciona el juego de ajedrez es catalán y data de comienzos del siglo XI: en un acta de 1008, el conde de Urgel, Armengol I, lega las piezas del juego que posee a la "iglesia de Saint-Gilles".(1) Algunas décadas después, en 1061, el gran teólogo Pedro Damián, entonces cardenal de Ostia, denuncia ante el papa al obispo de Florencia, al que habría visto jugando al ajedrez.(2) De ese modo, inaugura la larga sucesión de diatribas a través de las cuales la Iglesia condenó a ese juego casi hasta fines de la Edad Media. Fue en vano. A partir de la segunda mitad del siglo XII, se multiplican los testimonios textuales, arqueológicos e iconográficos que destacan la manera en que, pese a la hostilidad de la Iglesia, el juego se difunde rápidamente. Los príncipes y los prelados ya no son los únicos que se dedican a él: a partir de entonces también se lo juega en toda la clase noble y en todos los países de la Cristiandad romana, de Sicilia a Islandia, de Portugal a Polonia.
Un juego venido de Oriente
Fueron los musulmanes quienes transmitieron el juego de ajedrez a los occidentales. La penetración se produjo por una doble vía; primero, tal vez desde mediados del siglo X, por una vía mediterránea: España (y por eso es que su primera mención aparece en un texto catalán), Sicilia, sur de Italia; luego, algunas décadas más tarde, a comienzos del siglo XI, por una vía septentrional: los escandinavos, que comercian en el imperio bizantino, en Ucrania y en las orillas del mar Negro, llevan hacia el norte el uso de ese juego practicado desde hacía casi tres siglos en las tierras del Islam. Los hallazgos arqueológicos atestiguan ese doble itinerario y la progresiva occidentalización de las piezas y el juego.
Los orígenes propiamente orientales son más difíciles de desentrañar. Si bien es cierto que el juego nació en la India, que de la India pasó a Irán y que luego de allí se difundió en la totalidad del mundo musulmán (los árabes conquistan Irán a partir del año 651), no es fácil determinar hacia qué época realmente se instauró un juego más próximo de nuestro juego de ajedrez actual que de los numerosos y lejanos juegos "de damero" que las sociedades antiguas, tanto en Asia como en Europa, ya conocían. Hasta el siglo XVI, momento en que el juego se estabiliza en Europa en sus aspectos y reglas "modernos", las mutaciones fueron muchas y a veces profundas. En la actualidad, se está de acuerdo en que fue en el momento en que pasó de la India septentrional a Persia, a comienzos del siglo VI de nuestra era, cuando el juego adquirió una estructura bastante similar a la que mantuvo a continuación para calificarlo de "juego de ajedrez". Más que la India -cuna innegable del juego-, sin duda Irán y la cultura persa constituyeron su laboratorio decisivo. Un juego similar de origen indio -el chaturanga o juego de los cuatro reyes-(3), transmitido a China sin transitar por la cultura persa, dio origen en Asia oriental, en efecto, a varios juegos muy diferentes de nuestro juego de ajedrez.
En la Edad Media, en Occidente, no se conocen esas transformaciones ni esas peregrinaciones. Sin embargo, los autores que hablan del juego de ajedrez saben que viene de Oriente. No sólo lo saben, sino que sobre todo lo creen, cosa que para ellos es casi más importante: un juego tan rico en símbolos no puede venir sino de Oriente, tierra de los signos y de los sueños y fuente inagotable de todas las "maravillas". Por eso mismo, los orígenes del juego suscitan innumerables relatos legendarios. Para muchos autores medievales, sus orígenes se pierden en tiempos remotos. Algunos, no obstante, observan con pertinencia que la Biblia no habla del juego de ajedrez (sin embargo, qué gran jugador de ajedrez habría sido el rey Salomón, nos dice, muy a su pesar, un autor anónimo del siglo XIV) (4) y por lo tanto le buscan un inventor en el mundo griego pagano. Aristóteles y Alejandro, dos personajes que, por diversos motivos, han hecho soñar a los hombres de la Edad Media, son los citados con mayor frecuencia. Pero deben compartir ese papel con un tercer héroe griego, en este caso mitológico: Palamedes. Se trata de un guerrero de la Ilíada, primo del rey Menelao, quien, entre los muros de Troya, mientras el sitio se eternizaba y los griegos se aburrían, habría inventado el ajedrez para entretenerlos. Esta leyenda no es del todo medieval. Ya en la Antigüedad, los griegos atribuían a Palamedes, gran rival de Ulises, numerosos inventos: las letras del alfabeto, el calendario, el cálculo de los eclipses, el uso de la moneda, el juego de dados y, sobre todo, el juego de damas.
La Edad Media prefirió este último al ajedrez. (5) Pero también desdobló al personaje de Palamedes y creó, al lado del héroe griego, a un caballero de la Mesa Redonda que llevaba el mismo nombre. Ese nuevo Palamedes ocupa un lugar importante en los textos literarios en prosa del siglo XIII: hijo del "sultán de Babilonia", se convierte al cristianismo y se une a la corte del rey Arturo; allí, hace traer el juego de ajedrez de Oriente a fin de enseñárselo a sus compañeros de la Mesa Redonda a punto de partir a la conquista del Grial. Hacia 1230, pues, ya se considera al juego de ajedrez como un verdadero recorrido iniciático. De allí en más, nuestro Palamedes artúrico se vuelve a su vez el amigo y el rival desdichado de Tristán, héroe preferido del público aristocrático: él también ama a la bella Isolda la Rubia, pero no es correspondido. El amor desdichado, no concretado, es uno de los valores fuertes de la cultura cortés. Es posible que ese amor haya valido a Palamedes una reputación tan grande como la que había obtenido por la invención del ajedrez. No obstante, para conservarle el mérito de haber presentado ese juego extraordinario a la sociedad caballeresca, la imaginación medieval le dio un escudo de armas que conserva visualmente el recuerdo: jaquelado de plata y sable, es decir, un escudo cuyo campo esta compuesto por cuadros alternados blancos y negros. Esos escudos de armas en forma de damero aparecen por primera vez en los albores de los años 1230 y están presentes en muchas miniaturas que representan a Palamedes hasta fines de la Edad Media.(6) Asimismo, algunos grandes personajes -como Régnier Pot, chambelán del duque de Borgoña a fines del siglo XIV- reciben, por razones que desconocemos, el sobrenombre de Palamedes y adoptan su escudo de armas con motivo de un torneo o una campaña militar.(7) Esa adopción de nombres o escudos de armas de héroes literarios por parte de personajes reales es una práctica habitual en los ambientes de la corte de fines de la Edad Media.
Ya sea el compañero del rey Menelao o el del rey Arturo, para los hombres del siglo XIII no cabe duda de que Palamedes es el inventor del juego de ajedrez y que ese juego viene de Oriente. No sólo el juego, sino también las lujosas piezas con las que se juega en el ámbito real y principesco: por lo general, se trata de grandes piezas de marfil que sólo pueden haber pertenecido a un rey prestigioso y que sólo pueden haber sido fabricadas por un artesano oriental, que conociese las virtudes mágicas de ese noble material así como el arte de trabajarlo. Eso es lo que cuentan las tradiciones medievales acerca de la mayoría de las piezas de ajedrez presentes en los ricos tesoros de iglesia o de abadía. Las más conocidas, sin duda, son las pesadas piezas de marfil de elefante conservadas desde los años 1270 (incluso, quizá, desde los años 1190) en el tesoro de la iglesia abacial de Saint-Denis: habrían pertenecido a Carlomagno y habrían sido un regalo del califa abasí Harun-el-Rachid (que reinó en Bagdad de 789 a 809), personaje de leyenda y héroe de varios cuentos de Las mil y una noches. Carlomagno, por supuesto, jamás jugó al ajedrez -nació demasiado antes y demasiado al oeste para hacerlo- ni poseyó tales piezas, que probablemente se tallaron en Salerno, en Italia meridional, hacia fines del siglo XI. Pero atribuirle su posesión significaba conferir a esos objetos un valor político y simbólico incalculable, comparable al de regalia o de reliquias y, de ese modo, contribuir a celebrar el prestigio de Saint-Denis, sus abades y sus frailes. (8) Por otra parte, otras iglesias de Occidente se jactan de contar en su tesoro con piezas similares en marfil, que pertenecieron a personajes ilustres: Salomón, la reina de Saba, Alejandro Magno, Julio César, el rey mago Baltazar, el preste Juan y hasta tal o cual rey o santo particularmente venerado. (9)
NOTAS
1. Sobre esta datación, véanse los documentos citados por H. J. R. Murray, A history of chess, Oxford, 1913, pp. 405-407, y por R. Eales, Chess. The history of a game, Londres, 1985, pp. 42-43. Estos dos libros -el segundo es la síntesis y la actualización del primero- constituyen las mejores historias del juego de ajedrez jamás escritas.
2. H. J. R. Murrray, op. cit., pp. 408-415.
3. Sobre el juego de los cuatro reyes y el paso de ese juego de la India a Persia, véase H. J. R. Murray, op. cit., n. 6, pp. 47-77.
4. París, BNF, ms. 1173, fol. 6 (selección de partidas y problemas de ajedrez, tal vez de origen picardo, atribuida a un tal Nicholes, copiada e iluminada entre 1320 y 1340).
5. Sobre la historia del juego de damas y su decadencia en la época medieval, H. J. R. Murray, A history of board games other than chess, Oxford, 1952.
6. M. Pastoureau, "Héraldique arthurienne et civilisation médiévale: notes sur les armoiries de Bohort et de Palamède", en Revue Française d’Héraldique et de Sigillographie, Nº 50, 1980, pp. 29-41.
7. J.-B. Vaivre, "Les armoiries de Régnier Pot et de Palamède", en Cahiers d'Héraldique du CNRS, t. 2, 1975, pp. 177-212. Observemos que, a lo largo del tiempo, el nombre Palamedes ha quedado ligado a la tradición ajedrecística: la primera revista completamente dedicada al juego de ajedrez, fundada en 1836, en París, por La Bourdonnais, se titulaba Le Palamède; ésta se publicó de 1836 a 1839 y luego de 1841 a 1847. Tuvo como epígono a Le Palamède Français entre 1864 y 1865.
8. Sobre el juego llamado "de Carlomagno", que hoy se conserva en el Gabinete de medallas de la Biblioteca Nacional de Francia: D. Gaborit-Chopin, Ivoires du Moyen Âge, Friburgo, 1978, pp. 119-126 y reseña 185; A. Goldschmidt, Die Elfenbeinskulpturen aus der Zeit der Karolingischen und Säschischen Kaiser, Berlín, 1926, t. IV, reseñas 161-165 y 170-174; B. de Montesquiou-Frézensac y D. Gaborit-Chopin, Le trésor de Saint-Denis, París, 1977, t. III, pp. 73-74; M. Pastoureau, L'échiquier de Charlemagne. Un jeu pour ne pas jouer, París, 1990.
9. Tal es el caso, sobre todo, de varias iglesias del norte de Alemania y de España. Véase H. J. R. Murray, A history of chess, op. cit., n. 6, pp. 756-765.
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