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Nicolás Kwiatkowski

Bárbara y guerrera

La historia de Tomiris, reina de los masagetas


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Introducción: "La emancipación general"

Es célebre la frase de Engels según la cual "el grado de emancipación de la mujer en una sociedad es el criterio natural de la emancipación general". Casi un siglo y medio después de ese dictum, nos enfrentamos cotidianamente con evidencias de que, tomando un índice tal, la "emancipación general" parece un horizonte más bien lejano. La situación, por cierto, era aún más sombría en el mundo premoderno. Las mujeres no solo eran consideradas físicamente inferiores en relación con los hombres, sino que se insistía en su irracionalidad y se las recluía a una vida privada en la que incluso la posibilidad de dedicarse a las letras era limitada y tendía a no encontrar una aplicación ulterior. Esto no significa, en modo alguno, que todas las mujeres estuvieran privadas de capacidad de decisión ni que sus vidas fueran irrelevantes para la cultura y la sociedad de su tiempo: sabemos de la importancia de los monasterios y de la inclinación de las mujeres que podían hacerlo a buscar los espacios de libertad asequibles en ese contexto. Pero se trataba de una experiencia minoritaria. En el mundo medieval y renacentista, por caso, los ideales de las virtudes masculinas y de las virtudes femeninas eran de órdenes diversos. Los héroes eran guerreros, hombres de carácter y de acción, que exhibían siempre fuerza, destreza y lealtad. Las virtudes más valoradas en el segundo caso eran la castidad, el silencio y la obediencia. Y, sin embargo, había también mujeres públicas, e incluso mujeres de la Antigüedad que eran señaladas como ejemplo por su heroísmo y se volvían, así también, alegorías de la virtud femenina. Aunque las mujeres poderosas y activas podían despertar el temor y el rechazo de los hombres que escribían sobre ellas, era posible en otros casos que fueran símbolos de justicia y fortaleza.
Este libro estudia, precisamente, una de esas excepciones o anomalías: la historia de una mujer poderosa, antigua y, además, bárbara. Ante una amenaza exterior, muy real y violenta, contra ella, su familia y su pueblo, se comportó con inteligencia, valentía y singular justicia, aunque también de manera brutal. Y aún así, en un contexto en el que las mujeres debían dedicarse a otra cosa, cuando su historia fue recuperada y utilizada con múltiples objetivos, aunque en algunas ocasiones se la desdeñó, en muchas otras, en la mayoría, diría, se la valoró y se la encontró ejemplar. ¿Por qué, entonces, ocuparnos de ella? ¿Acaso por el placer erudito de explicar la vida póstuma de su figura, las fuentes de quienes contaron su historia, las apropiaciones y usos que se hicieron del tema? Quizás. En ese caso, es posible que Engels encontrara risible una pesquisa como esta o, más probablemente, insultante. Pero también porque, al seguir esos laberintos, podemos descubrir algunas de las expresiones culturales y sociales que se opusieron a ese horizonte emancipatorio y otras que, ocasionalmente, propusieron, justificaron y posibilitaron en parte un papel distinto para las mujeres del pasado.

I. Saciaré tu sed de sangre
En el primer libro de las Historias (I, 201-214), Heródoto cuenta que una vez que Ciro, rey de Persia, hubo conquistado a los jonios, a casi toda Asia, Babilonia y Lidia, buscó someter a los masagetas. Pueblo guerrero que habitaba "más allá del río Araxes", para muchos los masagetas eran escitas y, en efecto ―prosigue la precisa descripción―, ambos pueblos vestían y vivían de un modo semejante, aunque algunas de sus costumbres diferían. Los masagetas hacían la guerra a pie y a caballo, y conocían la metalurgia (manejaban el oro y el latón, no así la plata y el hierro); a diferencia de los escitas "cada hombre tenía una mujer, pero todas las mujeres se tenían en común". Se nos cuenta también que los masagetas practicaban sacrificios humanos de personas ancianas, seguidos de actos de canibalismo ritual: quienes morían de esa forma "eran considerados los más felices". Aprendemos enseguida que no conocían el grano, pero tenían ganado, bebían leche y comían pescado, que el Araxes
proveía abundantemente. Su único dios era el Sol, en cuyo honor sacrificaban caballos.
Cuando Ciro llegó hasta sus tierras, los masagetas estaban gobernados por la reina Tomiris, que había
alcanzado el trono tras la muerte de su esposo. El rey de los persas envió una embajada con órdenes precisas de simular su interés por contraer matrimonio con Tomiris, pero ella comprendió de inmediato que Ciro se interesaba por su reino y no por ella, por lo que rechazó la propuesta. Fracasado el engaño, Ciro marchó hasta las costas del Araxes e inició los preparativos para invadir la tierra de los masagetas con la construcción de un puente por el que su ejército pudiese atravesar el río. Advertida Tomiris de estas actividades, envió un mensaje en el que invitaba a Ciro a desistir de la empresa y contentarse con reinar en paz en sus tierras, mientras ella hacía lo propio con las de los masagetas. Sin embargo, proseguía Tomiris, resultaba obvio que su adversario no deseaba la paz, por lo que le ofrecía retirar sus tropas a tres días de camino del río y allí esperarlo para el enfrentamiento, o bien ser ella quien cruzara al otro margen para que la batalla tuviera lugar en tierra persa. Todos los consejeros de Ciro sugirieron pelear en tierra propia. Pero Creso, rey de Lidia que había sido antes vencido por el persa, tras advertirle que no era inmortal ni gobernaba un ejército de inmortales, sino que era un hombre al mando de hombres, y que los asuntos humanos giran en una rueda que impide a los humanos ser siempre
afortunados, le sugirió pelear en las tierras de Tomiris: en caso de ser vencido en tierra propia, corría el riesgo de perder todo el reino y no solamente una batalla, pues los masagetas continuarían avanzando, mientras que de ser victorioso el beneficio sería escaso; por el contrario, en caso de vencer del otro lado del río, podría proseguir sus conquistas, además de que retirarse ante las amenazas de una mujer sería evidentemente deshonroso. Más aún, según Heródoto, Creso sugirió una estratagema: como los masagetas eran un pueblo bárbaro que no conocía los placeres de la vida, Ciro debía preparar un gran banquete con manjares y mucho vino, enviar a sus peores tropas como carnada y finalmente arrasar al enemigo cuando este estuviese no solo confiado de haber vencido, sino también satisfecho y borracho.
Ciro aceptó el consejo, mandó a Creso y a su hijo y sucesor Cambises a Persia, y cruzó el río. La noche
antes de la batalla tuvo una visión, de la que concluyó que había una conspiración en su contra en Persia, lo único que le preocupaba, pues estaba seguro de vencer a los masagetas (Heródoto, en cambio, interpreta el sueño de Ciro como una advertencia de su inminente derrota y muerte). Los preparativos para la estrategia de Creso prosiguieron, mientras los masagetas enviaban un tercio de su ejército a la batalla, al mando de Spargapises, hijo de Tomiris. Vencieron estos a los pocos persas que Ciro había enviado en la avanzada y, tal cual lo había previsto Creso, se excedieron en el festejo.
Adormecidos por el vino, muchos fueron masacradospor las tropas de Ciro, y otros, entre ellos Spargapises, fueron hechos prisioneros.
Cuando Tomiris supo de los hechos, envió al rey de los persas el siguiente mensaje:

Ciro, sediento de sangre, no te enorgullezcas de este pequeño éxito tuyo: fue el jugo de la vid (que cuando lo bebes te enloquece y cuando lo tragas lleva a tus labios palabras osadas y maliciosas), fue este veneno con el que engañaste a mi hijo y lo venciste, no en una lucha abierta y justa. Ahora, escucha mi consejo, pues lo formulo por tu bien: devuélveme a mi hijo y abandona mi tierra ileso, triunfante sobre un tercio de los masagetas. Si te niegas, te juro por el Sol, señor soberano de los masagetas, que tan sanguinario como eres, saciaré tu sed de sangre.

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