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Hannah Arendt

editado por: À. Lorena Fuster y Matías Sirczuk


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Hannah Arendt: leer a la altura de las apariencias

"Sospecho que la filosofía no es del todo ajena a este embrollo. Naturalmente, no en el sentido de que Hitler tenga algo que ver con Platón [...]. Más bien diría en el sentido de que la filosofía occidental nunca ha tenido un concepto claro de la política, ni podía tenerlo porque, por necesidad, hablaba del hombre en singular y solo tangencialmente abordaba el hecho de la pluralidad."
Hannah Arendt

Cada buen lector crea con su lectura un modo de leer. La lectura suma a las tareas de comprensión e interpretación el reto de lograr poner al descubierto el centro que organiza la escritura. Cada uno definirá su propio estilo en la manera de dirigirse al texto y realizar semejante descubrimiento. Leyendo entre líneas, literalmente, a contrapelo o incluso a pesar de lo dicho. Encontrando en las contradicciones de los textos las claves que permiten interpretar el sentido de una obra; buscando en la palabra del otro lo propio de uno mismo...
Ahora que por fin Hannah Arendt aparece como una teórica de la política insoslayable, a pesar de sus ex-centricidades o gracias a ellas, y de que sus lectores de toda índole van en aumento, vale la pena dedicar tiempo a restituir algo de ese ejercicio de lectura significativo que atraviesa su obra. No nos interesa, sin embargo, proceder a modo de inventario, dando cuenta de los autores de los que se nutre -bien sea por inspiración o por contraposición- o con los que, en una u otra medida, dialoga en cada época o a lo largo de su vida. Tampoco consideramos que su lectura de filósofos o escritores políticos sea más determinante para el desarrollo de sus originales reflexiones y diagnósticos que su vínculo insistente con las obras literarias, tema que merece una atención aparte. Ni siquiera podemos afirmar, con el aplomo con que se podría sostener respecto de otros pensadores del siglo XX, que Arendt haya sido una lectora de la tradición, ni mucho menos que lo que vertebra su pensamiento esté vinculado directamente con la lectura de los grandes textos del pasado. Además de no asumirse como filósofa, de no querer ocupar ese lugar, su relación con la tradición de pensamiento y su historia es la de la infiel apasionada.
De Los orígenes del totalitarismo a La vida del espíritu, aquello que incita a Arendt a escribir está vinculado al intento, tenaz, de comprender el presente. El pensamiento -repite en diversas ocasiones- nace siempre en contacto con los acontecimientos. En este sentido, si los hilos que se van tejiendo en la obra arendtiana oponen resistencia al deseo de leerla a través de su interpretación de los autores del pasado, parece legítimo cuestionar la misma intención que nos llevó a elaborar un libro de las características que ahora presentamos.
A pesar de esta dificultad, la respuesta es sencilla: la exigencia de comprender la terrible novedad del presente constituye, justamente, el motivo por el cual, tras publicar Los orígenes del totalitarismo, Arendt siente la urgencia de confrontarse con la tradición del pensamiento político occidental. El surgimiento en el corazón de Europa de una nueva forma de dominación que hizo estallar por los aires todos los criterios de juicio y las distinciones morales pone a Arendt en guardia respecto de una tradición que -desde sus inicios- se instituyó contra la escena plural de la política. Podría decirse que es el fracaso de la tradición para dar cuenta del totalitarismo lo que le permitió volver sobre los textos del pasado, contar efectivamente una historia -cuyo primer acto es la muerte de un maestro y amigo a manos de los muchos, que se traduce en la desesperación frente a la imposibilidad de dominar soberanamente los acontecimientos- en la que aparece, bajo una nueva luz, la tensión entre el pensar y la política o, para decirlo con mayor precisión, entre la filosofía tal y como fue instituida por Platón y el mundo plural de la ciudad. Por tanto, y a pesar de aquella dificultad que mencionamos, lo que nos motivó a reunir los textos que componen este libro es el intento de poner en evidencia cómo la experiencia central de su tiempo lleva a Arendt a vincularse de modo particular con la tradición, pues la lectura de los textos del pasado tampoco puede realizarse sine ira et studio, de modo inocente desde un punto de vista político.
No es la suya, pues, una lectura exhaustiva y sistemática de los principales autores que forman el canon del pensamiento político occidental. Su atención se reparte solo entre algunos de ellos. Además, pocos de los estudiosos de aquellos clásicos que caen bajo la atención de Arendt quedarán satisfechos con la imagen que la autora restituye. Quizá por incompleta, por sesgada o idiosincrática, por heterodoxa o por herética... Con certeza, Arendt no pretende minuciosidad alguna, aunque sí está atenta a detalles que a otros pueden pasarles inadvertidos. No es analítica o impresionista, sino más bien de gran trazo, expresionista, con una tendencia a resaltar determinados gestos claves y a dejar en penumbra los rasgos que, según su criterio, no son relevantes para la constelación del problema. No persigue una corrección filológica, pero sí revelar la verdadera matriz de la que nace un pensamiento. De hecho, podríamos decir que nuestra autora parece leer a partir de la convicción de que la escritura también acaba por revelar un quién, por singularizar a alguien que pavimenta de nuevo esa senda intemporal del pensar.
Quizá solo quepa hacer una advertencia más a quien emprende la lectura de este libro: Arendt lee de tal manera que, al entrar en contacto con sus interpretaciones, difícilmente podremos continuar leyendo como solíamos hacerlo. A través de su mirada, se hacen presentes los andamiajes de la tradición, de esa tradición que constituye el canon del pensamiento político occidental que arranca con Platón. Pero también emergen maneras de pensar que están atadas a la experiencia política, que no retroceden frente a su carácter contingente y frágil, que incluso celebran la libertad de poder comenzar una nueva historia, o de instituir un nuevo modo de vivir en común que acoja la pluralidad.
Este libro ofrece algunos trazos especialmente reveladores del estilo que caracteriza su lectura. Las figuras que en él aparecen nos permiten establecer, a la vez, los límites y los contornos generales de un pensamiento que quiere mirar la política con ojos no enturbiados por la filosofía, que quiere pensar la ciudad acogiendo la contingencia que la caracteriza. En su ensayo, Fina Birulés restituye la imagen de un Sócrates luminoso, capaz de conjugar el amor a la verdad con el compromiso por el mundo común que lo une a sus conciudadanos en el diálogo. Una imagen de Sócrates sustraída al control de Platón, quien instauró la filosofía política desde la incapacidad de habitar la tensión entre el pensar y la política. À. Lorena Fuster presenta un Kant de excepción, capaz de comprender esta tensión y de no retroceder ante las perplejidades generadas por el actuar libre. Arendt lo señala como el responsable de que la filosofía política haya realizado el paso más colosal desde que Platón erró el camino de vuelta a la pluralidad -como también lo erraría Hegel justo después de Kant- cuando, en su exégesis de las condiciones de validez del juicio reflexionante, incorpora la necesidad de tener en cuenta la perspectiva de los otros mediante un ardid al que ella venía llamando imaginación desde hacía décadas. Simona Forti muestra cómo Arendt encuentra en la interpretación de Marx un punto de apoyo para interrogar el vínculo de la tradición del pensamiento occidental con el totalitarismo y, a partir de ahí, revela el armazón secreto de un modo de abordar la política entrado en la dominación. Pero, sobre todo, Forti muestra que el nexo totalitarismo-marxismo-tradición no es simplemente uno de los distintos ejes que permiten descifrar la obra arendtiana, sino aquella veta que la lleva a elaborar su propio pensamiento político. Como contrapunto, Matías Sirczuk restituye la manera en la que Arendt encuentra en Montesquieu las claves para comprender el totalitarismo como una forma de dominación sin precedentes y para interrogar, a partir de esta lectura, los criterios que -desde Platón- permiten distinguir entre regímenes. El texto sugiere que, desde principios de la década de 1950, Arendt se sirve de Montesquieu para reexaminar -contra la tradición- los modos en los que comprendemos palabras elementales de la política y para distinguir, anclados en el mundo de las apariencias, entre formas políticas que acogen la libertad y formas de dominación que la niegan. Por su parte, Martine Leibovici ilumina la manera en la que aparece en la obra arendtiana la atracción que la figura de Rousseau ejerció tanto sobre los revolucionarios franceses -con la voluntad general y la compasión como claves interpretativas- como sobre Rahel Varnhagen, y sugiere que, a través de la lectura de Rousseau, Arendt refuerza la intuición de que la constitución de la identidad personal se encuentra, necesariamente, atada al espacio de apariencias.
Restituir estas lecturas nos lleva a enhebrar, por un camino poco habitual, los hilos que articulan el pensamiento arendtiano. Reencontramos en ellas su esfuerzo por recuperar la dignidad de la política, por comprender lo particular, por acoger la contingencia y su envite a ser mostrada sin la acusación de deficiencia o falta. Y nos revelan, finalmente, una forma singular de pensar en compañía, de leer a la altura de las apariencias.

À. Lorena Fuster y Matías Sirczuk

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