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Philip E. Tetlock y Dan Gardner
Superpronosticadores
El arte y la ciencia de la predicción
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1. Un escéptico optimista
Todos hacemos pronósticos. Si nos proponemos cambiar de trabajo, casarnos, comprar una casa, hacer una inversión, lanzar un producto al mercado o jubilarnos, las decisiones que tomamos se fundamentan en nuestras expectativas con respecto al futuro. Esas expectativas son pronósticos. Con frecuencia, somos nosotros mismos quienes hacemos las predicciones, pero cuando ocurren grandes acontecimientos -se derrumba la Bolsa, hay guerras inminentes, los dirigentes tiemblan- nos volvemos hacia los expertos, los que están enterados. Buscamos a gente como Tom Friedman.
Si trabajamos en la Casa Blanca, podemos encontrarlo en el Salón Oval con el presidente, conversando sobre el Oriente Próximo. Si somos gerentes de una empresa que figura en la lista anual de quinientas empresas importantes que publica la revista Fortune, tal vez lo veamos en Davos charlando con multimillonarios de los fondos especulativos de inversión y príncipes saudíes. Si no frecuentamos la Casa Blanca ni rumbosos hoteles suizos, podemos leer las columnas que escribe en el New York Times o sus libros, en los cuales nos informa de todo lo que está sucediendo ahora, de por qué suceden esas cosas y de lo que vendrá. Millones de personas lo leen.
Como Tom Friedman, Bill Flack hace pronósticos sobre temas de importancia mundial. Pero sus intuiciones no tienen tanta demanda.
Flack trabajó durante años para el Departamento de Agricultura de Arizona -hizo trabajo de campo, por un lado, y de escritorio, por el otro-, pero ahora vive en Kearney, en su estado natal de Nebraska. Se crió en Madison, ciudad de la región granjera en la que sus padres eran propietarios del periódico Madison Star-Mail, que publicaba muchas páginas sobre eventos deportivos de la zona y sobre las ferias del condado. Fue buen alumno en la escuela secundaria y continuó sus estudios hasta obtener una licenciatura en Ciencias en la Universidad de Nebraska. Después, continuó en la Universidad de Arizona: quería hacer el doctorado en matemáticas, pero se dio cuenta de que superaba su capacidad y abandonó: "Me refregaron mis limitaciones por la nariz", cuenta. Sin embargo, no fue tiempo perdido. Las clases de ornitología despertaron su interés por avistar pájaros y, como Arizona es una región privilegiada para observar aves, hizo trabajos de tiempo parcial para algunos científicos y luego consiguió un puesto en el Departamento de Agricultura, empleo que conservó durante algún tiempo.
Bill tiene 55 años y está retirado aunque dice que si alguien le ofreciera trabajo, lo pensaría. Tiene tiempo libre. Parte de ese tiempo lo dedica a hacer pronósticos.
Ha contestado unas trescientas preguntas de esta índole: "¿Anexará Rusia oficialmente más territorio ucraniano en los próximos tres meses?", o "¿Algún país se retirará de la Eurozona el año que viene?". Son preguntas importantes. Y difíciles. Permanentemente, hay grandes empresas, embajadas y servicios de inteligencia que se esfuerzan por darles respuesta. Veamos otros ejemplos: "¿Corea del Norte hará detonar un dispositivo nuclear a fines de este año?"; "¿En cuántos países más se registrarán casos de infección por el virus del Ébola en los próximos ochos meses?"; "¿India o Brasil llegarán a integrar el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en los próximos dos años?". Algunas de esas preguntas son francamente ininteligibles, al menos para la mayoría de nosotros: "¿Es probable que la OTAN invite a nuevos países en el marco del plan de acción para incorporar nuevos miembros [Membership Action Plan o MAP]?"; "¿El Gobierno Regional de Kurdistán convocará este año a un referéndum sobre la independencia nacional?"; "Si en los dos años próximos una empresa de telecomunicaciones que no sea china consigue un contrato para prestar servicios de Internet en la Zona de Libre Comercio de Shanghái, ¿los ciudadanos chinos tendrán
acceso a Facebook y/o a Twitter?". Cuando Bill Flack ve por primera vez algunas de estas preguntas, es probable que no tenga idea de cómo contestarlas. Tal vez se pregunte, "¿Qué demonios es la Zona de Libre Comercio de Shanghái?". Pero se pone a trabajar. Reúne datos, sopesa argumentos contrapuestos y se decide por una respuesta.
Nadie recurre a los pronósticos de Flack para tomar decisiones ni le pide que exponga su pensamiento en la CNN. Nunca lo invitaron a Davos para compartir un panel con Tom Friedman. Lamentablemente. Porque Bill Flack es un pronosticador notable: cada una de sus predicciones ha sido fechada, registrada y evaluada por observadores científicos independientes. Y su historial es excelente.
Con todo, no es el único en esas condiciones. Hay otros miles de personas que responden las mismas preguntas, todos voluntarios. La mayoría no se desempeña tan bien como Flack, pero hay un 2% que sí. Entre ellos, podemos encontrar ingenieros y abogados, artistas plásticos y científicos, financistas de Wall Street y defensores del patrimonio histórico urbano, profesores y estudiantes. En estas páginas, tomaremos contacto con muchos, entre ellos un matemático, un director de cine y algunas personas jubiladas que quieren aportar su mal aprovechado talento para que sea útil. Los llamaré superpronosticadores porque eso es lo que son: hay información fiable que lo prueba. El objetivo de este libro es explicar por qué esa gente es tan competente en lo que hace e indicar cómo es posible aprender a hacer lo mismo.
Sería interesante saber cómo salen parados estos superpronosticadores de bajo perfil si se los compara con celebridades como Tom Friedman, pregunta imposible de responder porque las predicciones de Friedman jamás se han sometido a pruebas rigurosas. Desde luego, sus admiradores y detractores tienen opiniones a favor y en contra: "Dio en el clavo con la Primavera Árabe", o "Metió la pata en 2003 con la invasión a Irak" o, también, "Fue profético con respecto a la expansión de la OTAN". Sin embargo, no hay datos concretos sobre el historial de Tom Friedman, solo inacabables opiniones, y opiniones sobre esas opiniones. Así son las cosas. Todos los días, los medios difunden pronósticos sin decirnos que lo son, y sin siquiera preguntar si sus autores son responsables en su quehacer. Todos los días, las grandes empresas y los gobiernos pagan por predicciones que pueden ser verdaderamente proféticas o carecer de valor alguno. Y todos los días, todos nosotros -líderes políticos, directivos de empresas, inversores y votantes- tomamos decisiones cruciales respaldándonos en esas predicciones de calidad ignota. A ningún gerente de un club de béisbol se le cruzaría por la cabeza sacar la chequera para contratar a un jugador sin consultar antes las estadísticas relativas a su desempeño. Incluso los hinchas quieren ver estadísticas en los marcadores y en las pantallas de TV. No obstante, cuando se trata de pronósticos que nos ayudan a tomar decisiones que importan mucho más que un partido de béisbol, nos conformamos con la ignorancia.
Por esa razón, confiar en los pronósticos de Bill Flack parece bastante razonable. Es más, confiar en los pronósticos de muchos de los lectores de este libro podría ser razonable pues la capacidad de predecir acontecimientos no es un talento innato. Es una habilidad que puede cultivarse.
El cuento del chimpancé
Me propongo arruinar el cuento, de modo que voy a revelar el final: en promedio, los expertos no aciertan más que un chimpancé que lanza dardos a un blanco.
Probablemente, los lectores conozcan la historia. Es famosa… en ciertos círculos, tristemente famosa. La han comentado en el New York Times, el Wall Street Journal, el Financial Times, el Economist y otras publicaciones de distintos países. La resumo: un investigador reunió un grupo numeroso de especialistas -académicos, conocidas lumbreras, etcétera- para que hicieran cientos de predicciones: sobre la economía, la Bolsa, las elecciones, guerras y otros temas de actualidad. Pasó el tiempo. Cuando el citado investigador se puso a verificar si los pronósticos se habían cumplido, descubrió que, en promedio, los "expertos" no acertaban más que una persona que responde al azar. Desde luego, los artículos al respecto no terminaban con esas palabras porque hablar de "responder al azar" no es gracioso. Sí lo es, en cambio, terminar el cuento hablando de chimpancés.
El investigador de marras era yo, y durante algún tiempo el chiste no me preocupó demasiado. Mi investigación era la evaluación más completa existente en la bibliografía científica sobre el criterio de los expertos. Fue un esfuerzo que me llevó alrededor de veinte años, desde 1984 hasta 2004, y los resultados fueron mucho más enriquecedores y constructivos que el chiste del final, que no importaba demasiado porque despertó interés por mi estudio (y los científicos también saboreamos los cinco minutos de fama que nos tocan). Además, como yo mismo había usado la metáfora del chimpancé que lanza dardos, no podía protestar demasiado.
Tampoco me importaba demasiado porque el chiste es pertinente. Si abrimos un diario o miramos un programa de noticias, siempre aparece algún experto que predice lo que va a suceder. Algunos son cautelosos, pero la mayoría habla con seguridad y audacia. Unos pocos pretenden ser visionarios capaces de vislumbrar lo que ocurrirá con decenios de anticipación. Salvo unas pocas excepciones, no los llevan frente a las cámaras porque tengan alguna capacidad comprobada para predecir el futuro. Raras veces se habla de verificar los pronósticos: las predicciones son como las noticias -pronto quedan olvidadas- y casi nunca se les pide a las lumbreras que comparen lo que previeron con lo que realmente aconteció. El único talento innegable que tienen los loros comentaristas de la televisión consiste en relatar una historia interesante con convicción; eso es todo. Muchos de ellos se han hecho ricos vendiendo pronósticos de valor no comprobado a ejecutivos de grandes empresas, funcionarios del gobierno y gente de la calle que ni en sueños aceptarían un remedio cuya eficacia no se hubiera verificado, pero que, sin embargo, pagan sistemáticamente por predicciones tan dudosas como los elixires que, en otros tiempos, ofrecían los charlatanes desde un carromato. Esa gente y sus clientes merecen un coscorrón. Me causó gran placer que mis investigaciones cumplieran esa función.
Sin embargo, al tiempo me di cuenta de que, a medida que se divulgaba mi trabajo, su significado manifiesto iba mutando. La investigación había demostrado que el desempeño del experto promedio con respecto a muchas de las cuestiones políticas y económicas que yo había planteado no era mucho mejor que un mero adivinar. "Muchas" no es igual que todas. Era más fácil superar el mero azar con preguntas sobre cuestiones de corto alcance que solo exigían previsiones de un año, pero el nivel de aciertos se desplomaba, y se aproximaba al del chimpancé con los dardos, cuando los expertos procuraban predecir lo que sucedería dentro de tres o cinco años. Era un dato importante. Nos dice algo acerca de los límites de las opiniones expertas en un mundo complejo, y acerca de los límites que pueden tener incluso los superpronosticadores. No obstante, esa conclusión quedó tergiversada con las sucesivas versiones, y todas las sutilezas se perdieron, como sucede en el juego infantil del "teléfono descompuesto", en el cual uno de los niños susurra algo al oído de otro y este lo transmite a un tercero, y así sucesivamente, hasta que todos descubren escandalizados que el último de la ronda ha recibido un mensaje muy distinto del original. Así, la conclusión del estudio se transformó en "todos los pronósticos expertos son inservibles", lo cual es una tontería. Hubo versiones aun más burdas, por ejemplo, "los expertos no son mejores que los chimpancés". Mi investigación se había convertido en una barrera, un argumento para los nihilistas que creen que el futuro es imprevisible y para los ignorantes populistas que nunca hablan de expertos a secas sino de "los denominados expertos".
Por eso me cansé del chiste. Mi estudio no justificaba conclusiones tan extremistas y yo no sentía ninguna afinidad con ellas. Hoy en día, esta manera de sentir es más intensa que nunca.
Entre las personas que defienden a los expertos y sus pronósticos y quienes procuran desacreditarlos hay espacio suficiente para posiciones razonables. Por un lado, los que critican tienen algo de razón: en el mercado de los pronósticos, hay mercachifles que trafican productos cuestionables, y la capacidad de prever tiene límites que tal vez no sea posible superar. Nuestro deseo de vislumbrar el futuro siempre excederá esa capacidad. Pero los detractores van demasiado lejos cuando descartan todo pronóstico como una empresa imposible. Creo que es posible prever el futuro, al menos en algunas circunstancias y en cierta medida, y también creo que cualquier persona inteligente y empeñosa, sin ideas preconcebidas, puede cultivar sus aptitudes para hacerlo.
Digamos que soy un "escéptico optimista".
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