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Roger Chartier

La mano del autor y el espíritu del impresor

Siglos XVI-XVIII


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Prefacio

"Escucho a los muertos con los ojos." Este verso de Quevedo parece designar con acuidad, no solo el respeto del poeta por los viejos maestros, sino también la relación que mantienen los historiadores con los hombres y las mujeres del pasado cuyos sufrimientos y esperanzas, razones y sinrazones, decisiones y frustraciones quieren comprender, y hacer comprender. Solamente los historiadores de los tiempos muy contemporáneos, gracias a las técnicas de la encuesta oral, pueden dar una escucha literal a las palabras mismas de aquellos y aquellas cuya historia escriben. Los otros, todos los otros, deben escuchar a los muertos solamente con sus ojos y recuperar las palabras antiguas en los escritos que conservaron su huella.
Para desesperación de los historiadores, esas huellas dejadas sobre el papiro o la piedra, el pergamino o el papel, las más de las veces, y para el mayor número, solo registran silencios; los silencios de aquellos que nunca escribieron, los silencios de aquellos cuyas palabras, pensamientos o actos carecían de importancia para los maestros de la escritura. En efecto, son escasos los documentos en los que, a despecho de las traiciones impuestas por las transcripciones de los escribas, de los jueces o los letrados, los historiadores pueden oír las palabras de los muertos, obligados a decir sus creencias y sus gestos, a evocar sus acciones, a narrar su vida. En su ausencia, los historiadores no pueden más que enfrentarse a un desafío paradójico y temible: escuchar voces mudas.
Pero la relación con los muertos que habitan el pasado ¿puede reducirse a la lectura de los escritos que ellos compusieron o que hablan de ellos incluso sin quererlo? Evidentemente no. En primer lugar, porque el trabajo del historiador también debe reconstruir lo que los individuos o las sociedades ignoran de ellos mismos. En este sentido, la atención dirigida a las huellas de los deseos y los sentimientos no puede ser separada del análisis de las coerciones no sabidas, de las determinaciones no percibidas que, en cada momento histórico, imponen el orden de las cosas y el de las palabras. Luego, porque en estos últimos años los historiadores tomaron conciencia de que no tenían el monopolio de la representación del pasado y de que su presencia podía ser sostenida por relaciones con la historia infinitamente más poderosas que sus propios escritos. Los muertos obsesionan la memoria (o las memorias). Para estas, ir a su encuentro no es escucharlas con los ojos sino encontrarlas, sin la mediación del escrito, en la inmediatez del recuerdo, la búsqueda de la anamnesis o las construcciones de las memorias colectivas.
De grado o por fuerza, los historiadores también deben admitir que la potencia y la energía de las fábulas y las ficciones son capaces de revivir las almas muertas. Esta voluntad demiúrgica caracteriza tal vez la literatura en su conjunto, antes o después del momento histórico en el que la palabra comienza a designar lo que en la actualidad consideramos como "literatura" y que supone que se anuden las nociones de originalidad estética y de propiedad intelectual. Pero desde antes del siglo XVIII, la resurrección literaria de los muertos adquiere un sentido más literal cuando ciertos géneros se adueñan del pasado. Esto ocurre con el hálito inspirado de la epopeya, la minucia narrativa y descriptiva de la novela histórica, o bien, cuando los actores de la historia, por un tiempo, se encuentran reencarnados en la escena por aquellos del teatro. Algunas obras de ficción y la memoria viva, colectiva o individual, dan así al pasado una presencia a menudo más fuerte que aquella propuesta por los libros de historia. Uno de los primeros objetivos de este libro es comprender mejor esas concurrencias o esas competencias.
Menos obsesionados de lo que lo estuvieron por el cuestionamiento del estatuto de conocimiento de su disciplina, una vez reconocido el parentesco entre las figuras y fórmulas de su escritura y aquellas manejadas por los relatos de la ficción, los historiadores, y otros que los ayudaron en su reflexión, pudieron enfrentar con más serenidad el desafío lanzado por la pluralidad de las representaciones del pasado que habitan nuestro tiempo. De ahí, en los diez ensayos aquí reunidos, la importancia dada a obras literarias mayores que con el correr de los siglos modelaron maneras de pensar y de sentir, para retomar una expresión de Marc Bloch, de aquellos y aquellas que las leyeron (u oyeron).
Estas obras, Don Quijote o las piezas de Shakespeare, fueron compuestas, actuadas, publicadas y apropiadas en un tiempo que no es ya el nuestro. Reubicarlas en su historicidad propia es uno de los objetivos de esta obra. Para ello, se dedica a localizar las discontinuidades más fundamentales que transformaron los modos de circulación del escrito, literario o no. La más evidente de esas mutaciones está ligada a una invención técnica: la de la imprenta por Gutenberg a mediados del siglo XV. No obstante, comprobar su importancia decisiva no debe hacer olvidar que otras "revoluciones" tuvieron tanta o más importancia en la larga duración de la historia de la cultura escrita occidental: por ejemplo, en los primeros siglos de la era cristiana, la aparición de una nueva forma de libro, el codex, hecho de hojas plegadas y reunidas; o, en varias oportunidades en el curso de los siglos, las mutaciones de las maneras de leer, que se pudieron calificar de "revoluciones". Por otra parte, la vigorosa supervivencia de la publicación manuscrita en la edad de la prensa de imprimir obliga a reevaluar los poderes del impreso y a situarlos entre utilidad e inquietud.
Menos espectacular, pero sin duda más esencial para nuestro propósito, es, en el curso de siglo XVIII, en algunos lugares antes, en otros más tarde, la emergencia de un orden de los discursos que se funda en la individualización de la escritura, la originalidad de las obras y la consagración del escritor, según la expresión de Paul Bénichou. La articulación de estas tres nociones, decisiva para la definición de la propiedad literaria, encontrará una forma acabada a fines del siglo XVIII, con la elevación a la categoría de fetiche del manuscrito autógrafo y la obsesión por la mano del autor, convertida en garante de la autenticidad y la unidad de la obra dispersa entre sus diferentes ediciones. Esta nueva economía de la escritura rompe con un orden antiguo que descansaba en prácticas muy distintas: la frecuencia de la escritura en colaboración, la reutilización de historias ya narradas, de lugares comunes compartidos, de fórmulas repetidas, o incluso las continuas revisiones y continuaciones de obras siempre abiertas. Fue en ese paradigma de la escritura de ficción en el que Shakespeare compuso sus obras y Cervantes escribió Don Quijote.
Indicarlo no es olvidar que, tanto para uno como para otro, muy pronto comienza el proceso de canonización que convierte a sus obras en monumentos. Pero este proceso va a la par en forma duradera con la fuerte conciencia de la dimensión colectiva de todas las producciones textuales (y no solamente teatrales) y el bajo reconocimiento del escritor como tal. Sus manuscritos no merecen conservación, sus obras no son de su propiedad, sus experiencias no alimentan ninguna biografía literaria, sino solamente compilaciones de anécdotas. Distinto es el caso cuando la afirmación de la originalidad creativa entrelace la existencia y la escritura, sitúe a las obras en la trama biográfica y haga de los sufrimientos o las felicidades del escritor la matriz misma de su escritura.
Cabe asombrarse de que un historiador se arriesgue así en literatura. Esta audacia, en primer lugar, remite a la idea de que los textos, todos los textos, hasta Hamlet o Don Quijote, tienen una materialidad. Teatrales o no, son leídos en voz alta, recitados, actuados, y las voces que los dicen les dan el cuerpo sonoro que los lleva a sus auditores. Pero ese cuerpo está fuera del alcance del historiador que escucha a los muertos con los ojos. Lo que le viene del pasado es otro cuerpo, tipográfico este. Hamlet o Don Quijote, de los que no subsiste ningún manuscrito autógrafo, tienen para nosotros la materialidad de su inscripción impresa en los libros, o cartillas, y sobre las páginas que les dieron para leer a sus lectores antiguos. Varios ensayos de este libro intentan descifrar las significaciones construidas por las formas mismas de esas inscripciones.
Estos se ocupan de varias materialidades. La del libro, primero, que congrega o disemina, según reúna obras de un mismo autor o las desmiembre en citas que constituyen la materia de los compendios de lugares comunes, de las antologías de extractos o de fragmentos escogidos. En los siglos XVI y XVII el libro, cualquiera que fuese, no comienza con el texto que publica. Se abre con un conjunto de piezas preliminares que manifiestan múltiples relaciones que implican el poder del príncipe, las exigencias del patronazgo, las leyes del mercado y las relaciones entre los autores y sus lectores. Las significaciones atribuidas a las obras dependen en parte del vestíbulo que conduce al lector hasta el texto y que guía, sin coaccionarla en lo más mínimo, la lectura que debe hacerse de él.
Esta materialidad del libro es inseparable de aquella del texto, si con esto se entiende las formas de su inscripción manuscrita o impresa que, al tiempo que fija la obra, le dan movilidad e inestabilidad. En efecto, la "misma" obra no es ya la misma cuando cambian su lengua, su puntuación, su formato o su maquetación. Esas mutaciones mayores remiten a los primeros lectores de las obras: los traductores las interpretan movilizando los repertorios léxicos, estéticos y culturales que son los suyos -y los de sus públicos-; los correctores establecen el texto destinado a la impresión, imponiendo a la copia que recibieron divisiones del texto, puntuación de las frases y grafías de las palabras; los cajistas, o tipógrafos, por sus hábitos y preferencias, contribuyen, a su vez, en la materialidad del texto. En ciertos casos, la cadena de las intervenciones que modelan el texto no se interrumpe con las páginas impresas, sino que para eso es preciso que un lector haya introducido su propia escritura en la composición impresa del libro que posee. En esta obra, esos procesos que dan sus formas a las obras son analizados a partir de los ejemplos particulares propuestos por los traductores franceses de los autores españoles, por un actor inglés a quien correspondía la pesada tarea de interpretar en la escena el papel del príncipe de Dinamarca y por los correctores y tipógrafos empleados por los maestros impresores del Siglo de Oro.
Es la complejidad misma del proceso de publicación la que inspiró el título de este libro, en el que se cruzan la mano del autor y el espíritu del impresor. Ese quiasmo, acaso inesperado, pretende mostrar que, si cada decisión adoptada en el taller tipográfico, hasta la más mecánica, implica el uso de la razón y el entendimiento, a la inversa, la creación literaria siempre se enfrenta a una primera materialidad, la de la página en blanco. Esta comprobación justifica la tentativa que asocia estrechamente historia cultural y crítica textual. También es una de las razones que explican la presencia fuerte y recurrente de la España de los siglos XVI y XVII en los ensayos que componen esta obra.
Esta presencia no se debe solamente a un gusto de lector por las obras del Siglo de Oro o a los estudios que consagré previamente al Buscón de Quevedo, al Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo de Lope de Vega o a ciertos episodios de Don Quijote, por ejemplo, el descubrimiento del "librillo de memoria" de Cardenio en un camino de la Sierra Morena o la visita a una imprenta de Barcelona por el hidalgo. Se arraiga en las realidades históricas mismas. En el Siglo de Oro, como lo escribió Fernand Braudel, España es un "país ridiculizado, deshonrado, temido y admirado al mismo tiempo", un país cuya lengua es la más perfecta, o la menos imperfecta, y donde brillan los géneros más seductores de la escritura imaginativa: la novela de caballería, la autobiografía picaresca, la nueva comedia e, inclasificable en los géneros establecidos, el Quijote. Si a menudo retuvo nuestra atención en los capítulos de este libro es también porque los maestros de los talleres tipográficos despliegan allí las metáforas que hacen del libro una criatura humana y de Dios el primero de los impresores, al mismo tiempo que los escritores construyen sus historias adueñándose de las realidades más humildes de la escritura y de la publicación, surgidas en un mundo todavía dominado por la palabra viva, la conversación popular o letrada y las herencias o las técnicas de la memoria. Es el encuentro difícil entre la memoria analfabeta de Sancho y la biblioteca memorial de don Quijote el que da su fuerza a los capítulos de la Sierra Morena de Don Quijote, leídos aquí aprovechando las distinciones elaboradas en el gran libro de Paul Ricoeur.
Habitados por grandes sombras del pasado, los ensayos de este libro también querrían contribuir a las interrogaciones inspiradas por las mutaciones contemporáneas de la cultura escrita. La textualidad digital, en efecto, atropella las categorías y las prácticas que eran el fundamento del orden de los discursos, y de los libros, en el cual fueron imaginadas, publicadas y recibidas las obras aquí estudiadas. Las preguntas son entonces cuantiosas. ¿Qué es un "libro" cuando no es ya, a la vez e indisociablemente, texto y objeto? ¿Cómo la percepción de las obras y la comprensión de su sentido se encuentran modificadas por la lectura de unidades textuales singulares, radicalmente separadas de la narración o de la argumentación de la que son uno de sus componentes? ¿Cómo concebir la edición electrónica de las obras antiguas, la de Shakespeare o de Cervantes por ejemplo, en la medida en que esta permite visibilizar la pluralidad y la inestabilidad históricas de los textos, forzosamente ignoradas por las elecciones que imponen las ediciones impresas, pero en una forma de inscripción y de recepción del escrito totalmente ajena a la forma y a la materialidad de los libros que les propusieron a sus lectores del pasado o, todavía por un tiempo, del presente?
Estas preguntas no son encaradas frontalmente en esta obra. Otras lo hacen mejor de lo que yo podría. Pero están presentes, de manera explícita o implícita, en todos los ensayos. Ya sea porque el mundo digital modifica ya la disciplina histórica, proponiendo nuevas formas de publicación, transformando los procedimientos de la demostración y las técnicas de la prueba y, finalmente, permitiendo una nueva relación, mejor estructurada y más crítica, entre el lector y el texto; ya porque la manifestación de las categorías y las prácticas de la cultura escrita que hemos heredado permite situar mejor las mutaciones del tiempo presente. Entre los juicios apocalípticos que las identifican como la muerte del escrito y las apreciaciones benignas que perciben continuidades tranquilizadoras, existe otra vía posible y necesaria. Se apoya en la historia, no para enunciar inciertas profecías, sino para comprender mejor la coexistencia actual (y sin duda duradera) entre diferentes modalidades del escrito, manuscrito, impreso y electrónico, y sobre todo para localizar con más rigor cómo y por qué se cuestionan en el mundo digital las nociones que fundaron la definición de la obra como obra, la relación entre la escritura y la individualidad y la propiedad intelectual.
Para un autor, incluso historiador, releerse es siempre una prueba. Los ensayos aquí reunidos fueron revisados cuidadosamente con el objeto de corregir sus errores y añadirles las referencias necesarias a obras y artículos aparecidos después de su publicación. Escritos en la actualidad, estos textos serían sin duda distintos, pero permanecerían inscritos en la misma trayectoria de búsqueda y de reflexión. Siempre pensé, y sigo pensando, que el trabajo del historiador está movilizado por una doble exigencia. Debe proponer interpretaciones nuevas de problemas bien delimitados, textos o corpus minuciosamente estudiados. Pero también debe entrar en diálogo con sus vecinos de la filosofía, de la crítica literaria y de las ciencias sociales. Con esta condición la historia puede sugerir nuevos modos de comprensión y ayudar al conocimiento crítico del presente.

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