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Russell Shorto
Ámsterdam
Historia de la ciudad más liberal del mundo
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1. Un paseo en bicicleta
El día en Ámsterdam empieza cuando salgo de casa con mi hijo de 2 años en brazos, lo siento en la butaca que coloqué para él sobre el manubrio de la bicicleta, le abrocho el cinturón de seguridad, apoyo en los estribos sus piecitos regordetes, que ya llevan zapatillas, y arranco mi recorrido por las calles tranquilas de Oud Zuid (el Viejo Sur), como se llama nuestro barrio, donde generalmente corre una brisa fresca. Basta con ver cualquier obra de los grandes maestros holandeses para darse una idea de la luz que ilumina nuestro paseo matutino: una luz blanca y nítida, como aclarada. Una luz sobria que carece, por ejemplo, de ese tono anaranjado que otorgan las partículas del sol del Mediterráneo. Las casas de nuestro barrio son construcciones de ladrillo de tres o cuatro pisos, que datan de los primeros veinte años del siglo XX, cuando lo que entonces era una ciudad de trabajadores en plena expansión, y aún olía a arenque y café tostado, se iba ampliando rápidamente en torno a su núcleo central de canales.
Desde la bicicleta vemos los apartamentos de planta baja que dan a la calle. En algunos de ellos, siguiendo una tradición holandesa que me gusta atribuir a un arraigado compromiso con la apertura, la ventana central no lleva cortinas y, por lo tanto, deja la sala de estar a la vista del público, como si la familia que vive allí considerara que su vida es digna de un museo.
Luego llegamos a un tramo del recorrido que nos hace avanzar sobre el costado de un canal. Al principio, yo no entendía por qué, cada vez que llegábamos a ese tramo, mi hijo empezaba a lanzar una especie de alaridos agudos, hasta que comprendí que Anthony estaba imitando el sonido de las gaviotas que vuelan alocadas, trazando arcos y cayendo en picada sobre el agua.
También pasamos por algunos negocios. A esa hora, la panadería generalmente perfuma de canela el aire matutino. La vidriera de la bicicletería que se encuentra en la esquina exhibe los últimos modelos, sólidos y relucientes en tonos pastel, de las fábricas Gazelle y Batavus, que vienen produciendo bicicletas holandesas hace cien años. A la derecha de la vidriera hay una puerta abierta que da al sótano y al taller de reparación, cuyo interior conozco demasiado bien. A uno y otro lado de la escalera hacia el sótano, las paredes de cemento tienen unas ranuras para colocar ruedas de bicicleta.
De vez en cuando, cambio el recorrido y tomo la calle Hobbemakade. Desde allí, a nuestra izquierda, vemos un sector de un canal con aspecto abandonado, lleno de hierbas sobre el muelle que sirve para amarrar unas cuantas casas flotantes medio destartaladas. Y también vemos los vestigios de una de las zonas rojas más pequeñas y menos llamativas de la ciudad. De Wallen, el principal distrito rojo de Ámsterdam, es una especie de Disneylandia en un universo alternativo, bullicioso y con cierto aire de alegría decadente, frecuentado no solo por turistas ebrios, sino también por parejas que pasean tomadas de la mano, o incluso por familias. En cambio, aquí hay apenas tres o cuatro de esos escaparates donde las prostitutas, autorizadas por el municipio, se sientan para exhibirse, en medio de una calle que, de no ser por ellas, sería totalmente residencial. Nunca entendí cómo hacen sus clientes para encontrarlas en un lugar así. No obstante, incluso por la mañana suele haber al menos una mujer trabajando, vestida con traje de baño, sentada en un banco, fumando o pulsando sin ganas las teclas del teléfono. A veces, saludan a Anthony con la mano y le sonríen. El escaparate de al lado puede estar vacío, salvo por un banco con una toalla arrugada arriba, donde se nota que alguien se sentó. La toalla arrugada, o el gesto aburrido de la mujer que pasará horas enteras mirando hacia afuera, interrumpida por breves intervalos de relaciones sexuales con desconocidos, entre otros detalles, hacen que la tristemente célebre tolerancia de esta ciudad por los vicios salga del ámbito del sensacionalismo y el idealismo para entrar en la esfera de lo más mundano. Como pasaría en cualquier otro sitio, vivir aquí durante un tiempo surte el efecto de que ese exotismo se hunda bajo el peso de la cotidianeidad. En efecto, a dos puertas hay otro local comercial que da al frente, una agencia publicitaria cuyo nombre (Strangelove o "amor extraño") parece un comentario cínico sobre las vecinas, aunque estoy en condiciones de apostar a que no lo es. De hecho, ni siquiera se percatan.
La Escuela de Ámsterdam es el movimiento arquitectónico que predominó en mi barrio cuando este nacía. Su estilo responde a una estética formal, con descripciones técnicas y fundamentos filosóficos (de raíz socialista), pero para mí simplemente encarna una combinación bastante agradable de extravagancia e impasibilidad. El medio utilizado es el ladrillo (¿qué podría ser más impasible?), pero presenta una infinidad de variaciones caprichosas: esquinas con una suerte de torreones redondeados, esculturas incrustadas de estilo art decó que parecen burlar la dureza del material (como una niña rodeada de conejos o un bebé que sostiene una arcada), y edificios de vivienda que ocupan toda una cuadra y bien podrían estar inspirados en un crucero o en un pastel de bodas.
Desde mi barrio se llega en apenas cinco minutos de bicicleta hasta la zona de los canales, que constituye el corazón mismo de Ámsterdam, con sus legendarias construcciones del siglo XVII. Cuando los urbanistas diseñaron el trazado de mi barrio hace cien años, deben haber sentido la necesidad de conectar el área nueva con la historia de la ciudad. Si Rembrandt visitara los alrededores de mi casa, tal vez sentiría cierta familiaridad, pues aunque en su época allí solo había campos y tierras pantanosas, las calles llevan el nombre de muchos de los artistas que él mismo formó en su taller o con los que competía por los encargos. Entre ellos encontramos a Frans van Mieris, quien forjaba unos exquisitos retratos en tamaño pequeño para la clase alta; a Nicolaes Maes, quien solía pintar personas comunes y corrientes rezando o comiendo y dedicaba la misma atención a una hogaza de pan recién horneado o a una jarra de arcilla sobre la mesa que a los rostros de sus modelos; y a Philips Wouwerman, quien se especializaba en escenas de cacería y era conocido por su maestría para retratar caballos.
Cuando nació mi barrio, todas esas eran las figuras de un pasado grandioso, de modo que las calles Nicolaas Maesstraat y Frans van Mierisstraat enseguida otorgaron al nuevo distrito algo del brillo propio de la era más gloriosa de la ciudad, cuando esta sorprendentemente fue, por un breve período, la más importante del mundo. Desde entonces, las casas sobre esas calles tienen una presencia majestuosa. Sin embargo, a medida que uno se aleja más del centro, como hacemos nosotros en nuestro recorrido matutino, las edificaciones se van tornando más sencillas. Es como si los urbanistas de hace cien años no hubieran querido que esos nombres llegaran demasiado lejos del centro para evitar que la grandiosidad del siglo de oro se diluyera. Por otra parte, en 1905, en el preciso momento en que se estaba diseñando la zona del barrio más alejada, el museo de arte moderno de la ciudad, llamado Stedelijk Museum y ubicado muy cerca, montaba la primera exhibición del país dedicada a Vincent van Gogh. El pintor holandés había fallecido apenas quince años antes y, a pesar de que su tierra natal había hecho todo lo posible por no prestarle atención, empezaba a resultar evidente que ya no podía ignorarlo. Aun así, también era cierto que su nombre carecía de prestigio burgués y que entonces nadie sabía si esos trazos gruesos y arremolinados de colores vivos iban a resistir el paso de los siglos. Imagino que, debido precisamente a las consideraciones de este tipo, la calle Vincent van Goghstraat, la única de la zona cuyo nombre puede reconocerse al instante en todo el mundo, se encuentra entre las más discretas: no ocupa más que una cuadra de edificaciones monótonas.
Esa calle también marca el final de nuestro breve recorrido. Una vez que la cruzamos, salto de la bicicleta, le desabrocho el cinturón de seguridad a Anthony y lo bajo a la acera. Mientras toco el timbre, él abre la boca del buzón, que queda a su altura, y grita como si hubiera algo adentro. La que abre la puerta es una mujer marroquí de unos 30 y pico de años que lleva un pañuelo en la cabeza, una túnica hasta el piso y un par de sandalias. Tiene un rostro amable y le sonríe a Anthony mientras le dice que lo ve más alto que la semana anterior. "Nou, wat een grote jongen ben je!". Él, jugando, intenta trepar las escaleras que llevan al primer piso en lugar de entrar en la casa de ella. Iman y su marido viven en Ámsterdam hace diez años y tienen dos hijas pequeñas. Él conduce un autobús municipal y ella está autorizada para trabajar como gastouder: literalmente, "madre anfitriona", el equivalente de una niñera que recibe a los niños en su casa. Detrás de ella se asoma Marwa, su hija de 4 años, con sus ojos enormes y sus rizos enredados, que nos saluda una y otra vez en voz muy alta. Entonces me dice que Anthony es feo, lo abraza y lo arrastra hacia adentro.
Iman y yo nos quedamos conversando unos minutos. Hace algunas semanas, me preguntó si la madre de Anthony y yo podíamos firmar un documento de inmigración para su hermana, que quería venir a Ámsterdam de visita. Al principio, su pedido me confundió: yo creía que esos documentos solamente eran necesarios para las personas que pretendían emigrar, no visitar a la familia. Luego me enteré de que, en los últimos tiempos, el gobierno neerlandés requería que los visitantes de ciertos países (léase, de países pobres o, más precisamente, de países musulmanes) presentaran una gran cantidad de documentos, incluida una carta de algún residente que respondiera por ellos, aunque solo quisieran recorrer los canales y ver los tulipanes. Nosotros firmamos el documento, pero unas semanas después Iman me contó que la solicitud de su hermana había sido rechazada. El motivo: era una persona onbetrouwbaar, o sea, desconfiable. Cuando Iman pidió, a través de un abogado especialista en inmigración, que le aclararan el motivo, le dijeron que, debido a sus "vínculos" allí, temían que su hermana se quedara en los Países Bajos. Esto la confundió. Ella y su esposo son residentes legales, pagan los impuestos y hablan neerlandés en su casa. En síntesis, respetan las reglas. Así y todo, el hecho mismo de residir legalmente en el país alcanzaba como motivo para provocar desconfianza. Mucho tiempo después, la decisión fue revocada y la hermana de Iman pudo visitarla, pero así son los caprichos de nuestra época: una ciudad reconocida históricamente por enarbolar las banderas de la tolerancia de repente parecía estar ampliando las extrañas fronteras de la intolerancia.
Una vez por semana, tras dejar a Anthony en casa de Iman, en lugar de volver directo a mi casa, paso la mañana explorando otra frontera de la intolerancia, bastante distinta. Por un camino diferente, llego a la esquina de Beethovenstraat (de vuelta en la zona más elegante del distrito, con calles de nombre grandilocuente, como las cercanas Rubenstraat y Bachstraat); allí examino con detenimiento el puesto de flores, compro un ramo de tulipanes mixtos o de rosas color malva, y toco el timbre de una casa que queda a pocos pasos de allí. Subo la escalera y me encuentro con una anciana de pelo corto y gris como el acero, barbilla angulosa y ojos veloces como los de un ave. Se llama Frieda Menco. Nos saludamos con tres besos, al estilo neerlandés, le doy las flores, ella dice, con un leve tono de protesta, que no hacía falta, y entramos a su casa. La sala y el comedor son espacios amplios y muy luminosos, con apenas algunos muebles de estilo modernista. En la mesa ratona ha dispuesto galletas, chocolate, una cafetera con dos tazas, una jarra de agua y un florero con flores. Nos sentamos. Enciendo el grabador. Primero hablamos de trivialidades. Luego, ella gira la cabeza hacia la luz tenue del sol que entra por las ventanas y me dice: "¿En qué estaba?".
Afuera, alguien vocifera. No, son varias personas. Las voces suenan confundidas. De repente, el tren se tambalea. Los cuerpos apretujados se sacuden. La gente grita. Frieda tiene 16 años y lleva dos días apiñada en ese vagón, sentada sobre la falda de un hombre cuarentón que no conoce. En ese tren para transportar ganado hay tantas personas que la atmósfera sería digna de una película de terror, pero la presión de un poder inexorable provoca una oleada colosal de inercia. El aire está cargado de un olor nauseabundo proveniente del rincón donde un tonel hace las veces de inodoro comunitario. El tonel está ubicado a una altura perversamente elevada, de modo que, para ir de cuerpo, Frieda no solo tiene que soportar la vergüenza de hacer en público un acto privado, sino que también debe esforzarse por mantener el equilibrio sentada sobre el borde para no volcarlo. El vagón no tiene ventanillas, así que, al cerrarse la puerta, casi no entra luz: se respira un aire oscuro y asfixiante como la muerte. De vez en cuando, logra divisar a sus padres, sentados del otro lado del vagón, con mirada temerosa, pero aferrados a ese último grano de esperanza, casi indestructible, que todavía les queda. Frieda es su única hija. Por fin, sale del vagón y se pone de pie. A la distancia se oyen más alaridos y un sonido caótico. Y por allí se ve una horca con un cuerpo humano que cuelga, balanceándose en el aire. Las personas a lo lejos corren y gritan. A quienes bajan del vagón los ordenan en filas a los empujones. Otros se abalanzan sobre ellos: también son judíos, pero ya conocen la rutina. Llevan puestos unos uniformes de prisioneros, a rayas blancas y azules, y les dicen en la cara, susurrando con energía, que les den todos los objetos de valor que lleven encima, porque los soldados se los van a quitar. Algunos de los recién llegados entregan sus joyas, pero ella no entrega nada porque no tiene nada. Los hacen formar cuatro líneas: dos de mujeres y niñas, dos de hombres y niños. Ella y su madre están en la misma fila, ubicada sobre el extremo derecho. Al lado hay otra fila de mujeres que, aunque ella aún no lo sabe, irán a parar directamente a la cámara de gas porque no se las considera aptas para trabajar. En la tercera fila detecta a su padre. Los soldados y sus perros mantienen a cada uno en su lugar. Esos soldados con esos uniformes y esos cascos, los Stahlhelm, conocidos por las curvas amenazantes que los caracterizan… Pero no, todas esas cosas aún no cargan con el sentido tan denso que adquirirán más tarde.
Frieda tiene por delante un sombrío problema geométrico que la insta a buscar una solución: a medida que la gente va avanzando a los tropezones, se va ampliando la distancia entre el lugar que ocupa su padre en la fila y el que ocupan ella y su madre.
Entonces, se sorprende al ver que su padre, en un gesto que no lo caracteriza, toma una decisión impulsiva. Se lanza a través de ese espacio abierto, anulando el vacío, cruzando la segunda fila de mujeres que lo separa de su hija y desafiando a los soldados de uniforme gris con sus cascos y sus armas. De repente, está frente a ella, con esa cara redonda, dulce y suave tan cerca de la suya que siente su respiración. Su padre tiene el alma de un artista, pero se ha orientado al comercio por necesidad. Joël Brommet es un decorador de vidrieras profesional, que también dicta cursos de diseño gráfico por correspondencia. Frieda es su alegría. Ella lo ayuda con el trabajo, gira la manivela del mimeógrafo que ocupa un rincón en la sala de su casa de Ámsterdam, retirando las hojas que huelen a tinta fresca y que contienen lecciones tipiadas con meticulosidad, encabezadas por la frase "Estimado estudiante". También pliega las hojas y las mete en sobres de papel madera que llegarán a pueblos y ciudades de todo el país, a jóvenes que desean cambiar la pesca o la agricultura por una vida con un poco más de glamour.
A veces, viajaba con su padre a las tiendas para observar sus últimas obras. Él le mostraba cómo había resuelto cada detalle del escaparate: desde las etiquetas con los precios y los letreros de oferta ("Speciale prijs! 13 ct.") hasta los maniquíes ubicados en una pose sutil. En el recuerdo más antiguo de Frieda está presente su padre. Tiene unos 3 años y está metida en la cama, feliz y semidormida, en su cómodo apartamento de clase media. "¿Bajarías la luna para mí y la pondrías sobre el armario?", le pregunta. Todavía recuerda ese armario y lo hermoso que hubiera quedado adornado por esa moneda de plata que es la luna. "Si duermes como una niña buena, traeré esa escalera larga y bajaré la luna para ti", le contesta.
El viento sopla sobre las llanuras de Polonia. Alguien espeta una orden: un guardia de la SS ha visto que el padre de Frieda se salió de la fila y avanza hacia él. Joël Brommet envuelve a su esposa en un abrazo y la alza para darle un beso de despedida. Luego, obediente como todos los demás, respetando la gravedad de esta nueva lógica, el decorador de vidrieras regresa corriendo a su lugar. Frieda no volverá a verlo nunca más.
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