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Roberto Esposito

Las personas y las cosas


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Introducción

Si hay un postulado que parece haber organizado la experiencia humana desde sus orígenes, es el de la división entre personas y cosas. Ningún otro principio tiene una raíz tan profunda en nuestra percepción, e incluso en nuestra conciencia moral, como la convicción de que no somos cosas; puesto que las cosas son lo contrario de las personas. Sin embargo, esta idea que nos parece casi naturalmente obvia es, en realidad, el resultado de un largo proceso de regulación que ha recorrido la historia antigua y moderna modificando sus contornos. Cuando en las Instituciones el jurista romano Gayo identifica en las personas y en las cosas las dos categorías que junto a las acciones judiciales constituyen la materia del derecho, no hace más que conferir un valor legal a un criterio que ya estaba ampliamente aceptado. Desde entonces, esta distinción ha sido reproducida en todas las modernas codificaciones y ha devenido el antecedente que hace de fondo implícito a todas las otras argumentaciones; tanto de carácter jurídico, como también filosófico, económico, político, ético. Una vertiente divide el mundo de la vida en dos áreas definidas por su mutua oposición. Usted está de este lado de la división, con las personas, o del otro lado, con las cosas, no hay ningún segmento intermedio que pueda unirlas.
No obstante, los estudios antropológicos refieren una historia diferente, ambientada en una sociedad en la cual las personas y las cosas forman parte del mismo horizonte, donde no solo interactúan sino que se complementan recíprocamente. Más que meros instrumentos u objetos de propiedad exclusiva, las cosas constituyen el filtro a través del cual los hombres, todavía no modelados por el dispositivo de la persona, entran en relación entre ellos. Conectados en una práctica que precede a la segmentación de la vida social en los lenguajes separados de la religión, la economía y el derecho, ellos ven las cosas como seres animados capaces de influir sobre su destino y, por lo tanto, merecedores de un cuidado especial. Para comprender a estas sociedades, no podemos mirarlas desde el ángulo de las personas o las cosas, necesitamos examinarlas desde el punto de vista del cuerpo. Este es el lugar sensible donde las cosas parecen interactuar con las personas, hasta el punto de devenir una suerte de prolongación simbólica y material de ellas. Para tener una idea de esto, podemos referirnos a lo que hoy significan para nosotros algunos objetos del arte o de la tecnología, aparentemente dotados de una vida propia que se comunica de alguna manera con la nuestra.
Este paralelo entre las sociedades antiguas y la experiencia contemporánea es en sí mismo una prueba de que nada desaparece de la historia sin dejar huellas, aunque se reproduce en modalidades que a menudo son incomparables. También demuestra el hecho de que el horizonte moderno, genéticamente compuesto de la confluencia entre la filosofía griega, el derecho romano y la concepción cristiana, no agota el arco de posibilidades. En la época de su declinación, parece perfilarse una fisura del modelo dicotómico que durante tanto tiempo ha contrapuesto y subordinado el mundo de las cosas al mundo de las personas. Cuantos más objetos tecnológicos se incorporan, con el conocimiento que los hace fungibles -una suerte de vida subjetiva- tanto menos posible es agruparlos en una función exclusivamente servil. Al mismo tiempo, a través del uso de las biotecnologías, las personas que en una época parecían mónadas individuales, ahora pueden alojar dentro de sí mismas elementos que provienen de otros cuerpos e incluso materiales inorgánicos. De este modo el cuerpo humano deviene el canal de tránsito y el operador, muy delicado sin duda, de una relación cada vez menos reducible a una lógica binaria.
Pero antes de buscar una manera diferente de ver las cosas y las personas desde el punto de vista del cuerpo, debemos reconstruir las coordenadas que durante tanto tiempo han mantenido, y todavía mantienen, la experiencia humana dentro de los confines excluyentes de esta ecuación binaria. Esto ha ocurrido porque la dimensión corporal es exactamente lo que ha sido excluido. Desde luego, esto no tuvo lugar en el dominio de las prácticas, que siempre han girado en torno al cuerpo, tampoco en el dominio del poder, que se mide por las diversas capacidades para controlar lo que el cuerpo produce, sino en el campo del conocimiento, sobre todo jurídico y filosófico que, en general, tiende a eliminar la especificidad del cuerpo. Dado que no entra en la categoría de persona ni en la de cosa, el cuerpo ha oscilado por largo tiempo entre una y otra, sin encontrar un lugar permanente. Mientras que en la concepción jurídica romana así como en la teológica cristiana, la persona nunca ha coincidido con el cuerpo viviente que la encarnaba, también la cosa ha sido de algún modo descorporeizada al ser reducida a la idea o la palabra en la tradición filosófica antigua y moderna. En ambos casos, es como si la división de principio entre persona y cosa fuera reproducida en cada una de las dos, separándolas de su contenido corpóreo.
Con respecto a la persona, ya el término griego del que proviene explica la brecha que la separa del cuerpo viviente. Así como una máscara nunca se adhiere completamente al rostro que la cubre, la persona jurídica no coincide con el cuerpo del ser humano al que se refiere. En la doctrina jurídica romana, más que indicar al ser humano como tal, persona se refiere al rol social del individuo, mientras que en la doctrina cristiana la persona reside en un núcleo espiritual irreducible a la dimensión corpórea. Sorprendentemente, a pesar de las metamorfosis internas de lo que bien podríamos definir como "dispositivo de la persona", ésta nunca se libera de la fractura original. El antiguo derecho romano fue el primero en crear esta escisión en la especie humana, dividiendo a la humanidad en umbrales de personalidad decreciente que iban desde el estatus de pater hasta el cosificado del esclavo; fractura que en la doctrina cristiana está situada en la distinción entre alma y cuerpo, y en la filosofía moderna en la diferencia entre sustancia pensante (res cogitans) y sustancia extensa (res extensa). En cada uno de estos casos, el bios se divide de diversos modos en dos áreas de diferente valor, una de las cuales está subordinada a la otra.
El resultado es una dialéctica entre personalización y despersonalización que de cuando en cuando ha sido reelaborada en formas nuevas. En la antigua Roma, una persona era alguien que, entre otras cosas, poseía seres humanos también ellos incluidos en el régimen de las cosas. Este era el caso no solo de los esclavos sino también, en diferentes grados, de todos los individuos que eran alieni iuris, no dueños de sí mismos. Una relación de dominio que se reproduce, en la filosofía moderna hasta Kant y otros, en la descomposición de la identidad subjetiva en dos núcleos asimétricos, uno destinado a dirigir al otro según su propio juicio inflexible. No sorprende que en esta concepción el hombre sea considerado un compuesto de racionalidad y animalidad, calificable como persona solo en la medida que sea capaz de dominar al animal que lo habita. El hecho de que esto coincida con la esfera del cuerpo, naturalmente sometido a instintos y pasiones, explica su exclusión de la esencia plenamente humana del hombre. Sin embargo, lo que ha sido excluido porque es ajeno al binomio entre persona y cosa, es precisamente el elemento que permite el tránsito de una a otra. En efecto, ¿cómo fue posible para generaciones enteras de hombres, reducir a los otros seres humanos al estado de cosas, si no para someter totalmente sus cuerpos a su voluntad?
Pero este no es más que el primer vector de la reconstrucción genealógica aquí delineada. A este vector se le cruza otro, opuesto y complementario, que le hace de contrapunto. Al proceso de despersonalización de las personas le corresponde el de desrealización de las cosas. El epicentro temático y teórico de este libro está constituido por el nudo que une las dos categorías de personas y cosas en las mismas consecuencias divisorias. Para comprender el sentido de este nudo, no debemos perder de vista la paradójica intersección entre unidad y división, que hace de una el lugar de realización de la otra. Dado que están fracturadas por la misma división, a pesar de ser contrarias, las personas y las cosas comparten una similitud. En los protocolos sobre los cuales se fundamenta nuestro conocimiento, las cosas están afectadas por una separación similar a la que divide a las personas, lo cual hace que pierdan progresivamente su sustancia. Si bien el derecho considera las cosas desde el punto de vista formal de las relaciones de pertenencia, prescindiendo de sus contenidos materiales, la metafísica produce un efecto similar al despojar a las cosas de su parte "carnal". La cosa fue dividida de sí misma tan pronto como se enraizó en una idea trascendente, como hizo Platón, o incluso en un fundamento inmanente, como hizo Aristóteles. En ambos casos, antes que coincidir con su existencia singular, las cosas fueron sometidas a una esencia que las superaba, situada ya sea en el exterior, ya en el interior de estas. Incluso Hegel, en un horizonte dialéctico diferente, afirma la cosa sobre el fondo de su negativo. Esta implicación entre "ser" y "nada" [ente y ni-ente en italiano], que surgió como consecuencia de la moderna reducción de la cosa a objeto, es lo que Heidegger llamó nihilismo.
También el lenguaje produce un efecto de despojamiento similar cuando designa la cosa. Al transformar la cosa en una palabra, el lenguaje la despoja de su realidad y la convierte en un signo puro. El nombre de la rosa no solo difiere de la rosa real sino que, además, anula su cualidad concreta de flor, convirtiéndola en un significante general. En este efecto divisorio, hay algo más que la brecha que Foucault vio abrirse entre las palabras y las cosas al comienzo de la era moderna; algo que concierne más a la forma inherentemente negativa del lenguaje humano. El lenguaje puede "decir" la cosa solo negándole su presencia real y transfiriéndola a un plano inmaterial. Si pasamos, con una amplia oscilación del compás, de la esfera lingüística al terreno de la economía, asistimos a un proceso no demasiado diferente. La reducción de la cosa a una mercancía, a un producto de consumo y luego a un material de desecho, determina un efecto igualmente divisorio. Multiplicada por una producción que es potencialmente ilimitada, la cosa pierde su singularidad y deviene un equivalente de otras infinitas. Una vez alineada en un inventario de objetos intercambiables, la cosa está en condiciones de ser reemplazada por un artículo idéntico y luego, cuando ya no sirve, es destruida. Incluso aquellos pensadores que, a partir de Walter Benjamin, vieron la reproducción tecnológica como algo que liberaba a la cosa de su aura tradicional no pueden ocultar el efecto de pérdida que determina para quien la posee.
La tesis de las páginas siguientes reside en que la única manera de desatar este nudo metafísico entre cosa y persona es abordarlo desde el punto de vista del cuerpo. Dado que el cuerpo humano no coincide ni con la persona ni con la cosa, abre una perspectiva que es ajena a la escisión que cada una de ellas proyecta sobre la otra. Antes he mencionado a las sociedades antiguas que se caracterizaban por tipos no comerciales de intercambio. Pero sin duda no es a ellas -a un pasado irrevocablemente perdido- a las que alude este libro. No podemos ir más allá de la era moderna, ni en el plano del poder ni en el del conocimiento, si nos dirigimos hacia atrás. El paralelo que se establece es con una línea de pensamiento que, desde el interior de la modernidad, recorre una trayectoria diferente de la que va, vencedora, de Descartes a Kant. Los nombres de Spinoza y Vico así como, luego, el solitario de Nietzsche, remiten a una relación con el cuerpo que está muy apartada de la dicotomía cartesiana entre res cogitans y res extensa. Es una relación que pretende hacer del cuerpo el único lugar de unificación de nuestra experiencia individual y colectiva.

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