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Luis Alberto Romero
La Argentina que duele
Historia, política, sociedad / Conversaciones con Alejandro Katz
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1. Estado, gobierno, sociedad
Alejandro Katz: ¿Qué es el presente para un historiador? ¿Cómo piensa las relaciones del presente con el pasado y con el futuro? ¿Cuál es la duración del presente, de eso que no es el instante ni la coyuntura, pero, de algún modo, sí es el lugar en el que el pensamiento como acción puede operar sobre la realidad, articulando pasado y futuro. Dicho de otro modo: ¿cuál es la temporalidad de lo actual? ¿Cuál es el interés de pensar lo actual con una mirada histórica?
Luis Alberto Romero: Más que una pregunta para un historiador, es una pregunta para un ciudadano. Un historiador diría que el presente es apenas un instante fugaz en el que el futuro empieza a hacerse pasado. El presente no es un tema para un historiador porque apenas, comienza a escribir, ya está haciéndolo sobre el pasado. El problema se plantea a los que, como yo, queremos vivir como ciudadanos y actuar como tales y, a la vez, utilizar la historia como herramienta de referencia.
Creo que hay dos temporalidades que se juntan en el presente. Una es el pasado que todavía nos moviliza, el pasado que duele, que influye en el presente y cuyo proceso puede llevarse en una determinada dirección. En la Argentina somos muy sensibles al pasado que duele porque hay una larga experiencia traumática aún en curso. Nos duelen muchos aspectos del pasado. A algunos, el peronismo, que no termina de pasar.
A. K.: ¿Qué designa la noción "pasado que duele"?
L. A. R.: Se trata de un tema que está muy de moda hoy, junto con la categoría "historia reciente", que es un poco confusa porque alude, por un lado, a la cercanía y, por otro lado, a la sensibilidad. Y estas son dos cuestiones diferentes. Suele llamarse pasado reciente a lo que todavía no entró en los libros de Historia: las privatizaciones de los años noventa o la balanza comercial del año 2000 forman parte de ese pasado reciente pero, en realidad, la balanza comercial del año 2000 tiene la misma entidad que la balanza comercial del año 1980. Los datos existen y, sobre la base de estos, uno tiene que explicar qué es lo que pasó.
Luego está la parte del pasado en la que los conflictos del presente todavía se reconocen y, consecuentemente, también se identifican las opciones. Y ese pasado no es solo lo inmediato: desde 1976 han transcurrido ya más de treinta años y seguimos considerándolo reciente y, para muchos, el año 1945 también sigue estando muy presente. Ese pasado que duele, que incluye partes de lo reciente y partes de lo no tan reciente, todavía está vivo y cada tanto reaparece en las discusiones. Es este pasado inmediato el que lleva a un ciudadano, incluso a un historiador, a ocuparse del presente, a mirar el pasado y a decir cómo le gustaría que fueran las cosas. Hay algo muy valioso en este proceso en el que, inevitablemente, incide la cuestión de los valores.
Y finalmente está el otro pasado, que tiene una duración más larga pero que también incluye hechos coyunturales, más cercanos en el tiempo. Dicho pasado es un poco más neutro y, en principio, ofrece una mayor capacidad explicativa; este es el plus que un historiador puede agregar a su intervención como ciudadano. Por ejemplo, estudiar el desarrollo de la Argentina a lo largo de un siglo o dos y encontrar que estamos ubicados en un lugar de una curva.
A. K.: ¿A qué curva te referís?
L. A. R.: Buena pregunta. Esta distinción entre el ciudadano militante y el historiador es mucho más analítica que real. En el fondo, uno está cabalgando entre los dos campos y, para ser totalmente sinceros, a veces uno dice que se coloca en el campo analítico del estudio de la larga duración y en realidad está asumiendo opciones, opciones del presente. Elegir una curva es, justamente, una opción.
A. K.: ¿Hay una ideología sobre el futuro en las prácticas analíticas del pasado? Al afirmar que la curva es una opción, estás sugiriendo que sí, que hay una ideología, algo que nos importa más que otras cosas porque queremos que ese algo sea parte de una pragmática del futuro.
L. A. R.: Sí, la conciencia del pasado y el proyecto del futuro son la misma cosa, las preguntas que le hacemos al pasado tienen estrecha relación con lo que queremos para el futuro. Ahora bien, nadie es neutral ni existe la objetividad, ni siquiera cabe la posibilidad de ejercerla, aunque sí existe la aspiración de achicar los márgenes de la subjetividad. En el oficio del historiador, uno debe aprender a controlar su propia subjetividad, a ser honesto con los datos. Por ejemplo, si uno tiene una idea previa sobre cómo ocurrieron las cosas, debe tratar de encontrar información que contradiga esa idea. Ese es el desafío. Las preguntas del historiador no son viscerales, pero son igualmente subjetivas; puede preguntarse qué pasa con una sociedad que fue móvil e integrativa y que en algún momento dejó de serlo, va a volver a serlo o lo está siendo en este momento. El final direcciona la pregunta, indudablemente, y ahí es cuando la experiencia de cada uno le indica que cosa preguntarle al pasado. Pero las respuestas que encuentre no necesariamente cierran la cuestión; al contrario, cuando uno logra hacer un balance, descubre que en ese punto se abren múltiples caminos.
Hay una necesidad de género en la manera de escribir historia, en la que el final organiza el presente, no forzosamente de manera conceptual, pero sí de manera expositiva. Cuando se trata de una escritura prolongada, un historiador debe conciliar lo que pensó inicialmente con lo que piensa al final. En cambio, en un artículo de opinión esto no es necesario; uno no está cargando con su pasado.
A. K.: Para un historiador, entonces, es una aspiración no cargar con su pasado. ¿El pasado le pesa?
L. A. R.: Es mejor que se haga cargo, puesto que deja por escrito lo que pensó. Si cambia de ideas, lo que corresponde es escribir nuevos libros. En ese sentido, escribir un libro que se vende mucho conlleva una pequeña tragedia, cuando opta por actualizarlo por la vía de agregarle partes. Eso me pasa con mi Breve historia contemporánea de la Argentina. Cuando la escribí, en 1994, mis preguntas tenían que ver con la democracia y con la República, y ahora tienen que ver con el Estado y con el gobierno. Cuando tuve que actualizarlo, mi problema era cómo destacar el tema del Estado desde mi preocupación actual, cómo introducir esta inquietud, que no estaba en su momento y que ahora me resulta fundamental.
A. K.: Claramente tus temas hoy, tal como se observa en los artículos que has publicado en los últimos años, son el Estado y el gobierno. Y, habiendo precisado un poco qué es el presente, en relación con tu práctica profesional y con el pasado del que esa práctica se ocupó, la pregunta ahora es sobre el futuro, eso que está en el horizonte de los temas que te importaron en el pasado.
L. A. R.: El futuro es lo que uno espera que suceda durante su vida. A medida que pasa el tiempo, uno puede reemplazarlo con el país que querría dejarles a sus hijos o a sus nietos, o también con cómo le gustaría ser recordado. El futuro que más importa tiene como centro a cada persona.
Mi padre tenía una fórmula, porque estudiaba la aparición de estos temas en el siglo XII. La trascendencia profana, después de la muerte, no es la preocupación por el juicio final ni el paraíso, sino por el recuerdo que queda de uno; por eso la obsesión de los poderosos por construirse estatuas y mausoleos para alimentar ese recuerdo. Podemos no ser creyentes, pero igual nos importa ser recordados, y también de qué modo.
A. K.: Claro, en algún momento de nuestras vidas hacemos cosas para que perduren, y en algún momento, también, empezamos a incidir sobre el modo en el que creemos que esas cosas van a ser observadas por los que quedan. No solo las hacemos, sino que queremos establecer una determinada lectura de las mismas. Es lo que hacen los poderosos, cuanto más poder tienen, mayor es el deseo y la capacidad de orientar las interpretaciones que la historia hará de sus vidas.
L. A. R.: Deseo vano, porque si uno toma el caso de Evita, por ejemplo, desde su muerte hasta ahora, las interpretaciones han sido variadísimas y se han superpuesto unas sobre otras, y uno ya no sabe cómo era realmente Evita.
A. K.: En su caso, quizá, la velocidad del final intensificó la imposibilidad de establecer un tipo de construcción de la historia, lo cual no significa que ese deseo no resultara vano. Siempre lo es, y cuando uno es consciente de eso puede mirar con mucha ironía el esfuerzo y la energía que se aplican a intentar que el futuro mire el presente de un determinado modo.
L. A. R.: Pero, a la vez, es muy difícil vivir sin alguna expectativa con relación al futuro. Los historiadores dudamos sobre volcarlo o no a nuestro trabajo. Nuestros colegas sociólogos, economistas y politólogos hablan siempre del futuro, algunos con más desenvoltura que otros. Los historiadores somos los más prudentes. Si los economistas hablan del hoy y del futuro, los historiadores hablamos del ayer, un poco del hoy y no mucho del mañana. Un buen historiador le da lugar a la contingencia. Naturalmente, su gran ventaja es saber lo que pasó: cómo de 1945 se llega a 1955 y luego a 1973, y esto ilumina 1945. En consecuencia, si hace la misma proyección, puede entender mucho mejor el año 2011. Ahora bien, el buen historiador es el que se planta en 1945 y descubre la cantidad de alternativas contingentes que había y la cantidad de caminos que podrían haber seguido a esas contingencias, todavía condicionadas por decisiones no previsibles de actores individuales. Entonces, los que logran hacer ese ejercicio de volver atrás y pararse en ese momento, hacer abstracción de lo que vino después, y pensar "el país podría haber seguido por acá, por acá o por acá", son muy prudentes a la hora de pensar hacia dónde va el presente. Es decir, somos conscientes de la cantidad de cosas que no sabemos y de todo aquello que, en cambio, la gente que viene de las ciencias sociales más sistemáticas cree que se puede traducir en tendencias, escenarios, legalidades y comportamientos previsibles. Nada de eso funciona para los historiadores, por eso somos tan reacios a hablar del futuro, y decimos: "hay muchas posibilidades".
A. K.: Tu presión metodológica es sana y es necesaria, pero no es absoluta.
L. A. R.: No, claro que no lo es. Cuando yo, como persona, me aprovecho de mis conocimientos históricos y de una cierta sapiencia que tradicionalmente se les adjudica a los historiadores para validar mis opiniones, entro en una zona gris en la que no queda claro en qué momento dejo de ser historiador para ser ciudadano.
A. K.: De todos modos, cuando te propongo hablar del futuro, no te pido que hagas un pronóstico como historiador, sino que hagamos el ejercicio de comprensión de lo posible a partir de lo conocido, y me parece que hay un interés en hacerlo.
L. A. R.: Eso está bien. Pensemos en que más de una cosa es posible y, además, siempre está la contingencia, la incertidumbre.
A. K.: Exacto, a partir de lo que sabemos analizamos opciones sobre lo que creemos que puede suceder en distintas zonas del futuro del país. Ya no en las elecciones de 2013 o de 2015, sino en términos de largo plazo. En este sentido, quiero recordar que la función del oráculo en la Grecia antigua no consistía en adivinar el futuro, sino en hacerlo al enunciarlo. Esta idea es también la que tienen sobre el futuro los pragmatistas norteamericanos y es la práctica que grandes detentadores de poder instrumentan sobre el futuro, y que algunos llaman estrategia: digamos que las cosas serán de este modo, y decirlo es una forma de alinear las fuerzas que permitan que efectivamente sean de ese modo. Cuando uno tiene suficiente poder, decirlo tiene un sentido. El oráculo tenía ese poder porque cuando anunciaba que el futuro sería de determinada manera, las personas, que no eran más que hombres, actuaban para que eso ocurriera. Las ideas también pueden alinear fuerzas, siempre y cuando no sean disparatadas.
L. A. R.: Diría que estás describiendo el 10 de diciembre de 1983, o todo el proceso previo: el futuro de la Argentina era la democracia y la democracia no consistía solamente en instituciones, sino en la manera de solucionar los otros problemas. Resultó tan convincente porque no era una propuesta, sino que tenía la fuerza de un diagnóstico a la luz del fracaso de la vía autoritaria. Y fue efectivo porque mucha gente se puso a trabajar en ese sentido.
A. K.: Hay algo performativo en el enunciado.
L. A. R.: Ahora, si uno lo mira treinta años después, se da cuenta de que es más importante lo performativo que lo predictivo. Volveríamos entonces a aquella frase: "un optimista es simplemente una persona que está mal informada".
A. K.: Vamos entonces al tema del Estado y el gobierno. En veinte años, el problema de la república y la democracia se ha convertido, para vos, en el problema del Estado y el gobierno que, según entiendo, no es un modo de afirmar que ya no hay un problema con la república y la democracia, sino que, para pensarlas, primero tenemos que intentar transformar el Estado y, luego, garantizar una calidad de gobierno sin la cual el pensamiento de la democracia y la república se vuelve un pensamiento abstracto.
En tus escritos resulta clara una idea central: la Argentina tuvo un Estado de calidad, que fue degradándose durante un período prolongado, ya en relación con la existencia misma de la nación, y que se deterioró a tal punto que está cada vez más confundido con el gobierno. Tu primer esfuerzo, en tanto que ciudadano y dirigiéndote a ciudadanos, es volver a introducir la separación conceptual entre Estado y gobierno. Aquí hay una tarea militante: señalar, insistir, demostrar por qué el Estado y el gobierno son dos cosas distintas.
Hay en tu pensamiento una gran confianza en el Estado como categoría y como lugar, no solo de solución de conflictos, sino del pensamiento común acerca de cómo resolver aquello que la sociedad identifica como problema. Sin ese Estado no es posible pensar, ni tener una idea para la cual, luego, serán las herramientas de gobierno las que actúen. Pero antes de discutir sobre esto, me gustaría ir más atrás. He llegado a pensar -aunque no tengo un punto de vista teórico y fundamentado al respecto- que el Estado es sus prácticas, que es muy difícil separar al Estado del gobierno, que dichas prácticas a veces consisten en separarse de la acción de gobierno, pero solo a veces, y que el problema entre nosotros, desde hace mucho tiempo, es que las del Estado son malas prácticas. Quizás habría que repensar el Estado en todas sus dimensiones, y no intentar separarlo del gobierno.
Vos hiciste una afirmación muy categórica acerca de que Estado y gobierno son cosas distintas, y subrayaste la importancia del Estado. No digo que este no sea importante, pero ¿es acaso el Estado algo distinto de su manifestación cotidiana en la vida de los ciudadanos?
L. A. R.: Si me permitís una amable ironía, la tuya parece una pregunta teológica, del estilo: ¿existe Dios más allá de sus manifestaciones?
A. K.: Sí, claro, pero es una respuesta a esa visión según la cual el Estado es algo inmutable, eterno, y el gobierno algo contingente. ¿Qué es el Estado si no el modo en que se expresa a través de los actos de gobierno? Me parece difícil pensar al Estado como el alma, y al gobierno como su instrumento físico. Creo que la existencia del Estado es fenomenológica, aunque lo recubramos de sentidos teóricos: el Estado solo existe como un fenómeno.
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