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Héctor Ricardo Leis
Un testamento de los años 70
Terrorismo, política y verdad en Argentina
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Prólogos - 1. Terrorismo y guerrilla
Un trabajo conmovedor, honesto y necesario
Graciela Fernández Meijide
Nacimos en el mismo barrio de Avellaneda y en la misma manzana. No jugamos juntos porque tengo doce años más que él, pero, cuando empezamos a escribirnos por mail y me dio como referencia el cruce de calles donde nos criamos, volví a oler pan y facturas recién horneadas en La 2ª Victoria, la panadería que estaba en una de las esquinas. Recordé el negocio de enfrente, el de don Caló, el almacenero cascarrabias que sacaba azúcar, harina, garbanzos de grandes bolsas de arpillera y nos los entregaba envueltos en un paquete de papel con dos orejas retorcidas para cerrarlo. Le pregunté si tenía las mismas imágenes y si él también iba a buscar medicinas a la farmacia de don Andrés, o a comprar clavos a la ferretería de mis tíos Lorenzo y Antonio, y me contestó que todavía recordaba esas cuatro esquinas y que mi padre había sido médico de su familia.
El 16 de junio de 1955 Héctor tenía 12 años y tal vez miró curioso los dos o tres camiones cargados de obreros que, con palos y a los gritos de "¡Viva Perón!", iban a la Plaza de Mayo a defender al Presidente. Pasaron delante de mí cuando esperaba el ómnibus en una de esas cuatro esquinas. Frustrado mi viaje porque iba a la zona del ataque, los vi volver pálidos, desencajados. Metralla y bombas los habían obligado a escapar derrotados sin haber peleado. No lo sabíamos, pero para el pibe que elegiría el camino de la lucha armada para garantizar la vuelta de Perón, y para mí, antiperonista, se abría un capítulo bisagra en una historia que, tanto tiempo después, nos convocaría a los dos en demanda de nuestros testimonios y nuestras reflexiones.
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Muchos años después, Héctor Leis y yo compartimos encuentros en el Club de Cultura Socialista pero, hasta donde recuerdo, nunca habíamos hablado.
Fue mi gran amigo Vicente "Tito" Palermo el que me acercó un documento de Héctor en portugués. En un primer e-mail le comenté mis coincidencias y algunos desacuerdos. En ese momento nos descubrimos ex vecinos de barrio, y fue ese borrador, que devendría su Testamento, el que me comprometió en un intercambio para mí cada vez más atrapante.
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La trampa terrorista: sobre la violencia en los setenta
Beatriz Sarlo
Este libro no fue escrito para agregarse a una larga lista de "textos de memoria", aunque los recuerdos de su autor le den un valor testimonial novedoso por el ángulo crítico desde donde observa su participación en la violencia armada de los setenta. Héctor Leis fue combatiente montonero, y esa experiencia no es exterior a las materias que trae su ensayo, sino que las refuerza, como una historia de vida que sostiene, a veces visible, otras invisible, la argumentación. Sin embargo, a diferencia de muchos testimonios, su experiencia no es un fantasma despótico que, pesando sobre el presente, justifique todo lo que aquí se dice. No reclama un privilegio ni afirma: Hablo porque estuve allí. Por el contrario, reconoce que, pese a haber estado allí, ha cambiado de manera profunda. No pide que se observe religiosamente un pasado que él mismo somete a crítica, separándose de un consenso de buenas conciencias que, al mismo tiempo, recuerda y olvida. Reclama una única lista y un único memorial donde estén los nombres de todos los muertos y desaparecidos: los que mataron la guerrilla, la Triple A y las Fuerzas Armadas. Sobre esta propuesta caerá el anatema. Leis está dispuesto a enfrentarlo, porque fue un revolucionario, sobrevivió y siguió pensando.
Dicho esto, se puede leer este libro como un ensayo que polemiza abiertamente con las posiciones que impiden disentir con el Gran Acuerdo sobre la violencia de los setenta y el terrorismo de Estado, firmado, para ponerle una fecha, en la recuperación de la ESMA por el Presidente Kirchner, pero cuyos puntos esenciales son anteriores. Un lector que no quiera arriesgarse a pensar el acuerdo establecido sobre dos pilares (el juicio a los militares y la versión de las organizaciones de derechos humanos) debería abandonar el libro de Leis. Hasta el momento, el acuerdo se apoya en que terrorismo de Estado y terrorismo guerrillero no son delitos entre los que pueda establecerse ninguna equivalencia. Personalmente creo que son, en efecto, inconmensurables. Leis intenta razonar lo contrario y es indispensable escucharlo porque va en contra de un sentido común que, como todo sentido común, se resiste a cualquier revisión.
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1. Terrorismo y guerrilla
Héctor Leis
La mayor diferencia entre el modelo de acción de la guerrilla urbana y el de la rural está en la cuestión del terrorismo. En varios países de América Latina se pasó de un tipo de guerrilla a otro sin que se advirtiera el cambio de valores que seguía a ese pasaje. Aun cuando la idealización romántica de la revolución cubana se extendió a ambos modelos, en realidad la guerrilla urbana es mucho más terrorismo que guerrilla, y sus miembros pagarían caro ese error.
Los guerrilleros urbanos solo pensaban en el enemigo, e ignoraban el poder deletéreo del terrorismo para la calidad de la guerra. Efectivamente, en los conflictos armados, el terror es la mejor palanca para una escalada a los extremos de violencia. En su conocido libro De la guerra, Carl von Clausewitz muestra que, por lo general, en las guerras no se llega a los extremos de violencia, aunque conceptualmente estas implican dinámicas en que, para ganar, los dos lados son llevados hacia los extremos. Según el autor, las razones que moderan el uso de la violencia son muchas, incluida la presencia de factores morales, pero lo que sobre todo importa es que la guerra siempre se subordina a objetivos políticos. En particular, este último aspecto supone implícitamente que los agentes conservan a lo largo del proceso un grado relativamente alto de racionalidad. Aun cuando Clausewitz no hiciera referencia a la cuestión del terror (él estudiaba la guerra convencional de su tiempo), para nosotros es fácil ver que cuando el terror se introduce en el medio de la guerra la racionalidad de los actores tiende a eclipsarse y la importancia de los factores morales y políticos a disminuir, ya que aumenta el deseo inmediato de venganza. Y ese deseo se vuelve paradójicamente cada vez más insaciable cuanto más se avanza por el camino del terror. Es que el terror genera sentimientos profundamente negativos, como el miedo y el resentimiento, que alimentan el círculo vicioso de la venganza de las fuerzas combatientes afectadas. Así, el terrorismo lleva la guerra a los extremos del exterminio cruel del enemigo, lo que deja cada vez más lejos los factores políticos y morales que estaban presentes en el comienzo. Solo la rendición incondicional de uno de los lados, y no siempre, puede evitar este exterminio. En algunos casos, como en los Estados totalitarios, incluso después de la eliminación del supuesto enemigo el terror sigue retroalimentándose a lo largo de los años.
En su conocido manual La guerra de guerrillas, publicado en el calor d e los combates en Cuba, el Che Guevara receta la guerrilla rural para toda América Latina y rechaza explícitamente el terrorismo por considerarlo una acción que dificulta el trabajo político con las masas. Su opinión reflejaba un consenso del viejo marxismo, que identificaba tradicionalmente el terrorismo con la derecha y repudiaba la atracción que este ejercía sobre los anarquistas. Tras el fracaso de los intentos de guerrilla rural en los años 60, en América Latina el curso de la dinámica revolucionaria cambia del campo a las ciudades. En este nuevo contexto, Carlos Marighella (inspirador de la guerrilla urbana en el Brasil y en todo el continente) publica, en 1969, el Manual del guerrillero urbano, un libro de referencia para los distintos grupos del continente, incluso los argentinos. El líder brasileño caracteriza las ejecuciones, los secuestros y el terrorismo en general como modelos de acción legítimos de la guerrilla urbana, y concluye con énfasis en que "el terrorismo es un arma que el revolucionario no puede abandonar". Mientras el terror en las zonas rurales era visto como contraproducente, en las ciudades era elogiado. Y así, hacia fines de los años 60, el terrorismo dejó de ser patrimonio de la derecha. El Che Guevara murió en 1967, una lástima. Porque aunque estimuló de manera insensata a la guerrilla en América Latina y en el mundo, quizás hubiera sido capaz de impedir el giro terrorista en nuestro continente: era el único que tenía la autoridad moral para hacerlo.
Como lo demuestra su propia historia, el terrorismo no está sujeto a una ideología. La acción violenta destinada a matar y a producir terror con fines políticos es una práctica que abarca al espectro de la izquierda y al de la derecha por igual, a pesar de que su nombre no siempre sea reivindicado de forma explícita, tal como sí lo hizo el líder brasileño. Durante el siglo XIX y las primeras décadas del XX, el terrorismo estuvo asociado principalmente a la práctica de la izquierda anarquista y del nacionalismo separatista. Ahora bien, entre las dos guerras mundiales, los principales responsables por actos terroristas pertenecieron a grupos de la extrema derecha fascista. En el contexto de la Guerra Fría el terrorismo surgió asociado a movimientos de extrema izquierda revolucionaria o de tipo nacionalista y/o separatista, tanto en países desarrollados de Europa como en países subdesarrollados de América Latina, África y Asia. Por último, a fines del siglo XX y principios del XXI, surgió el terrorismo basado en la religión, como el d e la organización islámica Al-Qaeda, responsable del ataque a las torres del World Trade Center. Y a este atentado le siguió la Guerra contra el Terror del gobierno de Bush, que utilizó el concepto como una etiqueta para identificar a la mayoría de los enemigos de los Estados Unidos, lo que complicó aun más la comprensión del fenómeno.
Con el terrorismo de Estado pasa lo mismo: cualquier ideología o mentalidad, ya sea de izquierda, de derecha, nacionalista o religiosa, puede acompañarlo. A pesar de sus diferencias, la Alemania de Hitler, la Rusia de Stalin, la China de Mao, la Argentina de Videla, la Serbia de Milosevic, la Camboya de Pol Pot y el Irán de Ahmadinejad, entre otros, son Estados igualmente responsables por actos de terrorismo. Los comentarios anteriores permiten concluir que el fenómeno del terrorismo no debería ser caracterizado por sus objetivos, sumamente variados, sino por su capacidad para "envenenar" los conflictos llevando la violencia (y la confusión conceptual) hasta los extremos.
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