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Nicole Loraux

La invención de Atenas

Historia de la oración fúnebre en la "ciudad clásica"


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Una invención muy ateniense

La oración fúnebre ocupa su lugar propio dentro del catálogo de las invenciones atenienses. Un lugar relegado pero no carente de prestigio, en segunda posición respecto de la enumeración de los bienes canónicos de la ciudad democrática pero en primera fila dentro de las locuciones dialectales atenienses. En cambio, en la carrera por obtener el primer premio de la philantropía, prueba del carácter pionero de los atenienses, el logos epitáphios [elogio fúnebre] se queda muy atrás respecto de las grandes invenciones civilizadoras de origen mítico y alcance universal. Pero no encuentra rival en el terreno glorioso de la areté [virtud, coraje]. Es así que para probar que "únicos entre los griegos, los atenienses saben honrar el coraje", se afirma perentoriamente, desde Demóstenes, que "son los únicos en el mundo que pronuncian el elogio fúnebre de los ciudadanos muertos por la patria".
Ateniense y únicamente ateniense es, pues, la oración fúnebre.
Nada impide tomar esta declaración como un auténtico testimonio de la especificidad ateniense del discurso, a condición, no obstante, de reducir "el mundo" a Grecia. Pero Demóstenes no tenía ninguna razón por interesarse en la laudatio funebris romana, cuyo examen sólo habría contribuido a reforzarlo en sus convicciones. La existencia de un epitáphios logos en Atenas constituye, por consiguiente, un hecho que justificaría por sí solo el estudio del discurso.
Sin embargo, limitarse a esta lectura realista sería pasar por alto el extraño juego de espejos en virtud del cual se elogia a los atenienses por haber inventado un discurso que, en Atenas, elogia a atenienses. Al decretar que los atenienses son los únicos en el mundo que practicaron el elogio fúnebre, Demóstenes utiliza precisamente la fórmula con la cual los autores de epitáphioi proclaman el carácter único de la ciudad: mónoi tón ánthropon, los atenienses lo son en todas sus hazañas y sobre todo en sus orígenes, ya que su nacimiento autóctono los aísla de la multitud abigarrada de Pelops, Cadmos, Egipcios o Dánaos. Así, como institución específica de Atenas, la oración fúnebre remite a la oración fúnebre y resulta muy difícil para un ateniense evocar el epitáphios logos, aun en medio de un alegato político, sin adoptar el estilo de aquél. A la inversa, la ciudad que rinde honor a sus muertos con un discurso se refleja a sí misma en el discurso, como origen del nomos [norma, institución] y causa final de la muerte de los ciudadanos. Por consiguiente, no es casual que para despertar el sentimiento del honor en su público ateniense, Demóstenes alabe a Atenas por haber inventado el elogio fúnebre: ese lector de Tucídides y admirador de Pericles sabía perfectamente que es "entre quienes disponen de premios mayores a la virtud donde se dan ciudadanos más nobles". Si toda celebración no es sino una forma discreta de autocelebración y si, rindiendo honores a la grandeza, uno se engrandece a sí mismo, es más que probable que Atenas haya recogido en beneficio propio una parte de la alabanza otorgada a sus muertos y al elogio fúnebre.
Elogiar a algunos atenienses en Atenas equivale, entonces, a elogiar a los atenienses, a todos los atenienses, muertos y vivos, y sobre todo a "nosotros mismos que aún vivimos", a aquellos cuyo "nosotros" coincide con el presente de la ciudad. Ésa es la finalidad apenas disimulada de la oración fúnebre tal como la explica Platón en el Menéxeno. Es cierto que el demos ateniense, como es notorio, no mostraba reticencias en recibir loas y se sabe que tal fue el caso de Píndaro, por haber coronado la ciudad con violetas. Pero no se trata aquí de redundar y de recordar, con Aristófanes, que Atenas es la ciudad de los Kekhenaíoi, o sea, de los "ciudadanos bobalicones". Algo diferente resulta, sin embargo, del estudio del epitáphios logos, discurso oficial sometido a las prescripciones de un nomos y pronunciado por un hombre político elegido en estrictas condiciones y para ese fin por sus conciudadanos. En la ciudad democrática, la oración fúnebre es una institución -institución de palabra donde lo simbólico se yuxtapone constantemente con lo funcional-, ya que en cada discurso un elogio generalizado de Atenas desborda el elogio convenido y codificado de los desaparecidos.
Una tradición muy antigua de elogio intenta exorcizar la muerte por medio del lenguaje glorioso y no es anodino que la colectividad ateniense se reuniera en el cementerio del Cerámico para conjurar la muerte mediante un discurso. ¿Pero de qué muerte se trata exactamente? No es cuestión aquí de la
muerte como telos [finalidad] universal de la condición humana. Los oradores se aplican, como mínimo, a proclamar que la gloria venció a la muerte en todos los campos de batalla y en cada uno de los soldados-ciudadanos caídos en la lucha. Es así que el relato de las hazañas atenienses prescinde del verbo apothaneín (morir), enmascarado por la fórmula consagrada ándres agathoí genómenoi [los que se han vuelto hombres valientes], y la muerte se diluye ya en el pasado. Y al mismo tiempo los muertos, precipitados por los oradores en la eternidad del recuerdo, se borran ante la ciudad siempre viva, instancia última de toda Memoria. El discurso no alude, por cierto, al futuro, pero cada elogio fúnebre se encarga de conjurar la ley inexorable según la cual "todo lo que crece conoce también su declive" y esta fórmula, que Tucídides extrae en última instancia de Pericles, esclarece retrospectivamente el epitáphios del mismo orador -y sin duda, de manera general, la oración fúnebre- a la luz de lo que no se podía decir en ella y que había que saber oír. De hecho, afirmando que "en Atenas todo no es más que nobleza", los discursos apuntan, tal vez todos, a poner a Atenas "en representación", al abrigo de las injurias del tiempo, instalándola en una hermosa victoria de la cual los atenienses actuales gozan por anticipado.
Por supuesto, la victoria es imaginaria. ¿Pero quién osaría denegar una realidad a lo imaginario no sólo en la sociedad ateniense de los siglos V y IV a.C., sino además en nuestra relación con esa Atenas? El problema se anuda alrededor de esta cuestión.

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