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Jacob Burckhardt
Juicios sobre la historia y los historiadores
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Prefacio - I. La Antigüedad
Prefacio
por Alberto R. Coll
Es preciso prevenir al lector: éste es, con total desenfado y de manera provocadora, un libro profundamente contracultural. Hace frente a los lugares comunes que prevalecen en nuestro tiempo a lo largo de todo el espectro político: la bondad de la democracia popular e igualitaria, la superioridad del capitalismo sin ataduras y su espíritu consumista, materialista, y los beneficios del Estado de bienestar que de un modo paternalista provee a todos. Jacob Burckhardt (1818-1897) también desafió enérgicamente la noción, ya expandida en su época y afianzada con mayor tesón en nuestro tiempo, de que la esencia de la historia de los últimos cuatrocientos años ha sido la marcha del progreso y de la ilustración.
En esta obra, hecha a partir de los apuntes y los fragmentos manuscritos de clases que dio en la Universidad de Basilea entre 1865 y 1885, Burckhardt sostuvo un debate con numerosos historiadores y comentaristas, desde Voltaire en adelante, quienes insistían en juzgar el pasado sobre la base de las normas del racionalismo y del liberalismo que surgieron en los siglos XVIII y XIX. Aunque discrepaba en muchos temas con su antiguo mentor, Leopold von Ranke, compartía la visión de éste de que "cada generación está a la misma distancia de Dios". Es posible que una época tenga un nivel inferior de prosperidad material o intelectual, o menor excelencia artística que otra, pero no por ello es inferior en su capacidad de comprensión espiritual o de nobleza. Cada época histórica tiene su propio significado intrínseco y su propia contribución a los tesoros intelectuales y artísticos de la humanidad en su conjunto. La tarea del historiador, lejos de ser la de juzgar según la contribución que un hecho le ha dado a la modernidad, es la de explorar cada rincón del pasado con una mirada apreciativa para ver el esplendor y el misterio esencial que subyacen al proceso de la creatividad humana.
Al adoptar esa postura, Burckhardt fue como una bocanada de aire fresco en comparación con sus contemporáneos y con muchos de sus sucesores. Lo que él desarrolló no era ni más ni menos que una psicología de la historiografía. El historiador debe observar, contemplar y disfrutar de la increíble riqueza de la experiencia humana. Debe buscar la grandeza y la creatividad del ser humano por doquier, incluso en los períodos que pudieran serle ajenos o distantes. Su espíritu debe ser el de la búsqueda, el asombro y la empatía. En la medida en que se permita hacer juicios morales sobre el pasado, deberá hacerlos no sobre la base de verdades contemporáneas, sino sobre valores más universales. De esta manera, sería posible juzgar a Tamerlán por sus horribles matanzas de mujeres y niños inocentes, pero no tendría ningún sentido juzgar a Carlomagno por su autoritarismo. Más allá de ello, el historiador debe buscar por doquier los invaluables logros del espíritu humano que trascienden la política y la economía -las obras de gran belleza y poder artístico y literario, y los actos de coraje, de nobleza y de grandeza-, que honran la historia de la civilización e inspiran a las futuras generaciones.
A pesar de su mandamiento de no juzgar el pasado, Burckhardt no dudó en juzgar el presente, y su petulancia y su confianza en sí mismo. Como Alexis de Tocqueville, tenía una profunda desconfianza en la democracia popular e igualitaria, que él creía que conduciría a un mayor nivel de vulgaridad, de simplificación y de corrupción de la cultura y de la política, y que, con el tiempo, se convertiría en la tiranía de los demagogos. El principal problema de la cultura democrática popular era su deificación de la igualdad como un principio reinante en todo aspecto de la vida. Una cosa era argumentar que todos los hombres son iguales frente a la ley -idea que Burckhardt no consideraba problemática-, y otra muy distinta sostener que todos los hombres son iguales, y más pernicioso aun sugerir que todas las creencias y las opiniones y todos los modos de vida son de igual valor, una reductio ad absurdum que Burckhardt creía que conduciría a la muerte de la cultura y a un retorno de la barbarie.
Era igualmente duro con otro ídolo de los siglos XIX y XX, a saber, la expansión del crecimiento y del desarrollo económico como la esencia del "progreso". En algún momento en el siglo XVII, muchas personas llegaron a creer que el fin principal de la vida era adquirir posesiones materiales y vivir con el mayor confort y con la mayor comodidad material posibles. Esta creencia, sumada al desarrollo del capitalismo, a la industrialización y a las tecnologías cada vez más inventivas para la explotación económica de los recursos naturales, generó una cultura de intensa codicia, de materialismo y de miseria espiritual y estética. Burckhardt estaba horrorizado por los costos humanos, culturales y para el medio ambiente de ese Behemot cada vez más voraz. Ya a fines del siglo XIX se preguntaba qué habría pasado con nuestro planeta si el capitalismo, la industrialización y la ciencia hubieran comenzado su trabajo conjunto tres o cuatros siglos antes. "¿Qué quedaría ahora?", se preguntaba.
En una época en la que los liberales festejaban por doquier la decadencia de la aristocracia, y Bismarck, con el apoyo del Reichstag, organizaba el primer Estado de bienestar, Burckhardt advirtió un hecho central: el crecimiento implacable del poder del Estado desde el siglo XVI. El nuevo Estado paternalista, a pesar de sus trampas benevolentes, llevaba en sí el potencial para un ejercicio ilimitado de poder y despotismo. Dado que las barreras al poder estatal que eran la Iglesia y la aristocracia se habían debilitado por el avance de la democracia popular, del igualitarismo y de la industrialización, a Burckhardt le parecía que era sólo cuestión de tiempo que el poder estatal se pusiera al servicio de la tiranía.
En el umbral del siglo XXI, las observaciones de Burckhardt son tan luminosas y perspicaces como siempre. Luego de escapar de las tiranías del fascismo y del comunismo y de los cataclismos de dos guerras mundiales -todo lo cual Burckhardt más o menos predijo- muchas personas se están volviendo tan petulantes como sus contemporáneos. Millones consideran que la democracia, el capitalismo, el consumismo y la tecnología son ayudas ilimitadas, y no tienen ninguna tolerancia para quienes puedan hacer preguntas problemáticas sobre esas fuerzas. Sin embargo, no le vendría mal a nuestro triunfalismo ser atemperado un poco.
***
I. La Antigüedad
por Jacob Burckhardt
1. La historia antigua y sus límites
Se omitirá aquí hacer una introducción general a la historia, y es posible dar cuenta brevemente de la introducción a la historia antigua. Con respecto al alcance de nuestra materia, se puede destacar lo siguiente: sólo las naciones civilizadas, y no las primitivas, son parte de la historia en el sentido elevado del término. Incluso se ha preservado una amplia información sobre estos últimos (Heródoto), ya que la vieja ιστορíα [historia en el sentido que le da Heródoto] combina en sí misma la etnografía con la historia. Sin embargo, los pueblos primitivos nos interesan sólo cuando las naciones civilizadas entran en conflicto con ellos, como en el caso de Ciro con los masagetas y de Darío con los escitas. De esta manera, se confina lo etnográfico a sus puntos esenciales. Nuestra disciplina no incluye en la categoría de pueblo civilizado a aquellos cuya cultura no desembocó en la civilización europea, como por ejemplo el Japón y China. Lo mismo ocurre con la India: sólo el período más antiguo nos concierne, en primer lugar por el tipo tribal ario que comparte con los pueblos zend y además por el contacto que tuvo con los asirios, los persas, los macedonios y otros.
Nuestro objeto no es todo el pasado sino aquel que se conecta claramente con nuestro presente y nuestro futuro. La idea que nos guía es el progreso de la civilización, la sucesión de grados de cultura entre los distintos pueblos y en el interior de cada uno de ellos. De hecho, deben enfatizarse especialmente esas realidades históricas cuyos rastros podemos encontrar en nuestro propio tiempo y en nuestra propia cultura.
Esos rasgos son más numerosos de lo que uno podría pensar y forman una continuidad de innegable grandeza. Los pueblos sobre la costa del Mediterráneo y hasta el golfo Pérsico son, en realidad, un solo ser animado, la humanidad activa por excelencia. Es durante el Imperio Romano cuando ese ser alcanza cierta unidad. Sólo en ellos se realizan los postulados del intelecto, sólo en ellos prevalece el desarrollo sin que ocurra una declinación absoluta, sino apenas una transición.
Tras haberse mezclado con los pueblos germanos, y después de un intervalo de mil quinientos o dos mil años, esta humanidad activa arremete una vez más, asimila a América y está ahora a punto de expandirse por completo sobre Asia. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que someta y penetre a todos los países que llevan una existencia pasiva? Las razas no caucásicas se resisten, ceden y se extinguen. Los egipcios, los babilonios y los fenicios ya habían sentado las bases para esa fuerza que busca someter al mundo. Es a esos pueblos a los que, tanto por una lenta evolución como por bruscas oposiciones, estamos vinculados espiritual e intelectualmente, y es un gran privilegio pertenecer a esta humanidad activa.
2. Sobre la necesidad para el intelecto de estudiar la historia antigua
La historia del mundo antiguo, al menos la de aquellos pueblos cuyas vidas se prolongan en las nuestras, prevalece como un acorde fundamental que aún deja oír sus ecos a través de la masa de los conocimientos humanos.
Sería ocioso dar por sentado que luego de cuatro siglos de humanismo ya se ha aprendido todo lo que se podía aprender del mundo antiguo, que ya se han utilizado todas las experiencias, toda la información, que ya no se puede ganar nada más de él, con lo cual uno podría contentarse con el conocimiento sobre tiempos más modernos o, tal vez, hacer algún estudio de la Edad Media por compasión o a regañadientes y utilizar el tiempo ahorrado en tareas más útiles.
Nunca nos libraremos de la Antigüedad, no a menos que nos convirtamos de nuevo en bárbaros. Sólo los bárbaros y los intelectuales del Nuevo Mundo viven sin conciencia de la historia.
Ante la incertidumbre y la extrañeza de nuestra existencia nos aferramos instintivamente al conocimiento empírico del hombre como tal, de la humanidad tal como la encontramos en la vida cotidiana o tal como nos la revela la historia. La contemplación de la naturaleza no puede satisfacernos ni nos aporta consuelo ni enseñanzas suficientes.
Pero no debemos cerrarnos al pasado, no debemos dejar ningún vacío, sólo la totalidad nos habla a través de todos los siglos que han dejado algún registro.
¿Son las tres grandes edades del mundo, quizás, como los tres momentos del día en el enigma de la Esfinge? En realidad, son la continua metempsicosis que actúa y sufre el hombre a lo largo de innumerables encarnaciones. Un conocimiento genuino querrá reconocer todas las mutaciones y abandonar cualquier parcialidad respecto de una era específica (está bien tener alguna predilección, ya que se trata de una cuestión de gustos), y cuanto más rápido lo haga, más vivo será el sentimiento general de la imperfección humana. Una vez que se comprenda que nunca hubo ni habrá ninguna era feliz, una edad de oro en sentido imaginario, quedaremos preservados de la tonta sobrevaloración de algún tiempo pasado, de la desesperación sin sentido del presente o de la esperanza fatua con respecto al futuro, y se reconocerá que la contemplación de las edades históricas es una de las tareas más nobles: es la historia de la vida y del sufrimiento de la humanidad vista como un todo.
Y sin embargo la Antigüedad tiene una enorme importancia específica para nosotros: nuestro concepto de Estado deriva de ella, es el lugar de nacimiento de nuestras religiones, ella es la que nos ha brindado los elementos más perdurables de nuestra civilización. Una gran parte de sus creaciones artísticas y literarias permanece como un modelo ejemplar e inigualable. Tanto por nuestra afinidad como por nuestras diferencias con esa era, tenemos con ella una deuda infinita.
Ahora bien, claro está que la Antigüedad no es para nosotros más que el primer acto del drama de la humanidad, un acto que ante nuestros ojos constituye una tragedia de esfuerzos, culpas y penas inmensos. E incluso si somos descendientes de los pueblos que todavía se hallaban en el profundo sueño de la infancia comparados con los grandes pueblos civilizados de la Antigüedad, aun así nos sentimos los verdaderos descendientes de estos últimos, porque su alma nos fue transmitida, y su obra, su misión y su destino siguen vivos en nosotros.
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