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Carlos Altamirano

Historia de los intelectuales en América Latina II

Los avatares de la "ciudad letrada" en el siglo XX


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Introducción al volumen II. Élites culturales en el siglo XX latinoamericano

por Carlos Altamirano

Este segundo volumen de la historia de los intelectuales en América Latina no sigue una línea recta, del comienzo al fin. Recorre una franja histórica que va de comienzos del siglo XX a la década de 1980, pero la explora a través de varias entradas. Las secciones en que se articula el libro se ordenan según ejes diferentes, y a menudo el lector hallará que los mismos nombres, los mismos círculos de la intelligentsia, los mismos sucesos o los mismos títulos aparecen inscriptos en el desarrollo de temas distintos. Permítaseme un breve rodeo para justificar esta manera de explorar históricamente los avatares de la ciudad letrada en el siglo pasado.
El historiador Michel Winock le dio el título de Le siècle des intellectuels (1999) a una elogiada historia de la intelligentsia en Francia. Winock divide su relato en tres grandes etapas a las que coloca bajo el signo de un nombre emblemático: los "años Barrès", los "años Gide", los "años Sartre". No es una historia de las ideas ni de la producción cultural, aunque indirectamente algo de esto aparezca en la obra, sino una historia de los combates políticos de los intelectuales franceses desde el caso Dreyfus.
El proceso de América Latina y sus élites culturales en el siglo XX es demasiado intrincado como para que se lo ajuste a una historia escandida en etapas que valgan para todas las áreas de la región. Si nos preguntáramos, haciendo un ejercicio de analogía, por el siglo de los intelectuales en América Latina, la respuesta más aproximada debería ser: ellos no entraron en escena de la noche a la mañana, pero en el novecientos latinoamericano, en algunos países de la región ya se distinguían de los letrados tradicionales. A medida que se ingrese en el siglo XX y a lo largo del resto de la centuria se puede registrar a hombres y mujeres, sean escritores o artistas, creadores o difusores, eruditos, expertos o ideólogos, en el papel que los hace socialmente más visibles: actores del debate público, el intelectual como ser cívico -"conciencia" de su tiempo, intérprete de la nación o voz de su pueblo, tareas acordes con la definición de los intelectuales como grupo ético-.
Resultaría difícil hallar nombres que tuvieran para todo el subcontinente el valor de simbolizadores privilegiados que tienen los citados para la historia de la vida intelectual francesa. Acaso únicamente el de José Enrique Rodó y, sobre todo, el de su ensayo Ariel (1900) hayan obrado como cifra de un período del ambiente cultural latinoamericano, el de los primeros dos o tres lustros del siglo XX. El término "arielismo" ha sido empleado tanto para resumir el mensaje de Ariel, como para referirse a cierta orientación del espíritu de esos años: una actitud, denominada también idealista, de descontento frente a la unilateralidad cientificista y utilitaria de la civilización moderna, la reivindicación de la identidad latina de la cultura de las sociedades hispanoamericanas, frente a la América anglosajona, y el rechazo de la "nordomanía", como llamaba Rodó a la tendencia que hacía de los Estados Unidos el modelo a imitar. Como observó Pedro Henríquez Ureña (1978: 328) en una admirativa nota sobre el libro de Rodó escrita en 1905, Ariel se dirigía a la "élite de los intelectuales" y se proponía contribuir a la formación de una minoría dirigente. Escrito en el estilo elevado que practicaba Rodó, considerado por entonces el crítico más ecuánime y el mejor prosista en Hispanoamérica, el mensaje de Ariel, que llamaba a superar el intelecto estrecho de la especialización, a regir el comportamiento por valores más altos que los exclusivamente económicos (lo que en el lenguaje del tiempo se llamaba "materialismo") y a cultivar el sentimiento estético como pieza central de una personalidad y de una civilización armoniosas, halló eco. No sólo en aquellos a los que suele agruparse bajo el título de "arielistas", como los hermanos Francisco y Ventura García Calderón, del Perú, Carlos Arturo Torres, de Colombia, o Gonzalo Zaldumbide, de Ecuador, sino también en otros que fueron conmovidos por la palabra de Rodó, aunque le dieran posteriormente diferentes desarrollos a esa incitación, como Manuel Ugarte, Pedro Henríquez Ureña o Alfonso Reyes -los dos últimos promovieron en 1908 una edición de Ariel, en Monterrey, estado gobernado por el padre de Reyes-. El Congreso Internacional de Estudiantes Americanos, organizado en Montevideo en 1908, y los que siguieron (Buenos Aires, 1910; Lima, 1912) hasta el movimiento de la Reforma Universitaria en 1918, fueron también ocasiones para la propagación del verbo "arielista" entre los jóvenes universitarios.
Salvo este caso, que permitiría referirse a unos "años arielistas", ¿qué otro nombre podría bautizar una época? Tal vez el del filósofo español José Ortega y Gasset, que durante varias décadas tuvo gran ascendiente sobre las élites culturales hispanoamericanas (sin excluir el Brasil). Por cierto, después de Rodó y a lo largo de la centuria no faltaron figuras de prestigio más o menos continental, a las que se leyera y escuchara con deferencia y aun admiración. Entre José Ingenieros, en un extremo de la línea cronológica, y Octavio Paz o Carlos Fuentes, en el otro, podría anotarse a muchos en ese papel de "moralistas públicos", para emplear la expresión de Stefan Collini. Pero no sería posible simbolizar un período con alguno de esos nombres. Creemos que eso refleja el hecho de que durante el siglo la vida intelectual latinoamericana corrió predominantemente por cauces nacionales y que no hubo ningún escenario central, ninguna capital que ejerciera, como fue el caso de París y no sólo para Francia, la función de metrópolis de donde brota la autoridad intelectual -con sus revistas, sus editoriales, sus academias, sus debates y, por supuesto, sus maestros del pensar que a menudo eran también maestros de la pluma-. En determinado momento alguna ciudad pudo parecer más próspera, más cosmopolita e incluso más culta que el resto, o funcionar como meca de la revolución continental. Pero ninguna fue, para las otras, ese centro en que se produce la canonización intelectual y al que los aspirantes concurren, o vuelven la mirada, para ver qué dirección toma el mundo del espíritu, qué tendencias teóricas o estéticas seguir.
"Europa. De ahí nos venía todo: la ciencia, el arte, la poesía, las ideas, las modas, los tejidos, la cocina", escribió el crítico literario argentino Roberto Giusti al recordar el ingreso de su generación en la escena intelectual porteña a comienzos del siglo XX. "No faltaban voces que amonestaran a los demasiados serviles con el despótico monarca, reclamando más independencia en el campo artístico y literario. Clamaban en el desierto. Todavía no teníamos nada que corregir a la boutade de Darío en el prólogo de Prosas profanas: mi esposa es de mi tierra; mi querida es de París" (Giusti, 1946: 360-361). Pero el deseo de Europa no singularizaba a Buenos Aires: no palpitaba menos en la ciudad de México, que en Lima o en Río de Janeiro. Dice Nicolau Sevcenko (2003: 51) a propósito de esta última en los años de la Primera República:

Lo importante, en el área central de la ciudad, era estar al día con los menores detalles de la vida cotidiana del Viejo Mundo. Y los barcos europeos, principalmente franceses, no traían sólo los figurines, los muebles y las ropas, sino también las piezas y los libros que estaban en boga, las escuelas filosóficas predominantes, el comportamiento, el ocio, las estéticas y hasta las enfermedades, todo en fin lo que fuese consumible por una sociedad altamente urbanizada y sedienta de prestigio.

¿Para qué desviar la mirada en otra dirección? La América Latina (o Hispánica o Ibérica) era por entonces una referencia más bien borrosa. Salvo para aquellos escritores que, exiliados o trasplantados en Europa o en los Estados Unidos, "descubrieron", más allá de sus naciones, la presencia del subcontinente (véanse Fey, 1996; Colombi, 2008). Como Manuel Ugarte, que hará de la alianza de los pueblos hispanoamericanos el tema central de una cruzada intelectual que le dará más renombre afuera que adentro de su país, la Argentina. En él como en muchos otros, ese genuino compromiso hispanoamericanista no cancelaba el deseo de Europa. En un intencionado pasaje de su libro de memorias La Argentina que yo viví, el político y ensayista guatemalteco Juan José Arévalo (1975: 99) observa que Ugarte, pese a su brega, no rompió del todo con el ansia parisina de sus compatriotas: "Desde comienzos de siglo vive en Europa; viene por poco tiempo a Buenos Aires y regresa rápidamente a París". Y remata con un grano de mordacidad: "Su hermoso hispanoamericanismo literario huele a pernaud y a boulevard".
Este cuadro, en que lo dominante era una mezcla de indiferencia con desconocimiento acerca del resto de los países de la región, se alterará a medida que se avance en el siglo, pero no ocurrirá de una vez, sino con vaivenes y bajo el impulso de diferentes provocaciones y sacudimientos. Cuando en 1927 el crítico español Guillermo de Torre propuso que se reconociera a Madrid como "meridiano intelectual de Hispanoamérica", fundándose en la comunidad cultural que produce la lengua y con el objeto de corregir la tendencia, que consideraba ya injustificable, por la cual París seguía siendo un imán para estudiantes, artistas y escritores hispanohablantes, la idea halló poco respaldo en el subcontinente. Se vio en ella una pretensión disimulada de tutoría intelectual (Alemany Bay, 1998). En algunos círculos literarios hispanoamericanos y por la misma época, se pensaba que un futuro no lejano reservaba a las antiguas colonias un papel más eminente que el propuesto por Guillermo de Torre. El augurio lo formuló Pedro Henríquez Ureña en 1926 en uno de sus Siete ensayos en busca de nuestra expresión. Si las artes y las letras no sucumben bajo el peso de la civilización industrial occidental y esas actividades no se vuelven mera diversión, "pirotecnia del ingenio", decía Henríquez Ureña (1960: 253), los hispanoamericanos podían considerar que el porvenir estaba de su lado: "no tendremos por qué temer al sello ajeno del idioma en que escribimos, porque para entonces habrá pasado a estas orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español".
Después de la Primera Guerra Mundial y sobre todo desde los años veinte habrá más comunicación entre los ambientes de la intelligentsia del subcontinente, y en determinados momentos América Latina casi funcionó como una sola arena entre cultural y política. En este volumen de la Historia de los intelectuales en América Latina se pone el foco en algunos de esos momentos y en algunas de las formas de sociabilidad concebidas por intelectuales de estos países.

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