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Ignacio Sánchez-Cuenca

Más democracia, menos liberalismo


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Introducción

La democracia liberal suele presentarse como la forma política menos mala de las existentes. Por tal se entiende un sistema en el que hay elecciones libres y en el que el poder político está sujeto a ciertas restricciones destinadas a salvaguardar los derechos fundamentales de ciudadanos y minorías, así como a impedir ciertos resultados que se consideran indeseables. Dichas restricciones aparecen recogidas en una constitución y la garantía de su cumplimiento se deja en manos de los jueces. En una democracia liberal, los ciudadanos y sus representantes están así limitados por reglas y tribunales.
El supuesto de partida del modelo liberal es que el ejercicio de la democracia, por sí mismo, produce ciertos resultados patológicos: la demagogia de los políticos y la miopía de los votantes pueden comprometer la supervivencia del sistema democrático. Las elecciones, que son el principal procedimiento en democracia para la toma colectiva de decisiones, no garantizan por lo demás que se realice el mejor curso de acción para la sociedad en su conjunto. De hecho, argumenta a veces el liberal, ni siquiera puede asegurarse que en la democracia sean las preferencias políticas de los ciudadanos las que determinen las decisiones finalmente adoptadas, ya que las reglas que se emplean para recoger y agregar dichas preferencias son arbitrarias y manipulables en todos los casos; el veredicto de las urnas tiene un componente de indeterminación o ambigüedad que arruina cualquier intento de conectar las decisiones colectivas con las opiniones de los ciudadanos. Además, el gobierno del pueblo no protege a las minorías, cuyo destino queda al albur de los deseos de la mayoría. Por todas estas razones, concluye el liberal, conviene instaurar algunas barreras que eviten los males que, de otro modo, la democracia acabaría generando.
Los teóricos de la democracia liberal suelen caracterizar a ésta en mayor medida por los males que evita que por los bienes a los que puede dar lugar. Así, la democracia se presenta simplemente como una forma de resolver los conflictos de intereses sin derramamiento de sangre. Hay algo de saludable en la actitud del liberal, pues durante demasiado tiempo se ha cargado sobre los hombros del sistema democrático fardos tan pesados como la igualdad económica, la verdad o el bien común. El carácter inalcanzable de esos ideales ha provocado una cierta frustración con el funcionamiento de las democracias realmente existentes. De ahí que muchos sintieran que la única forma de recuperar el prestigio de este sistema político pasaba por rebajar las expectativas. Sin embargo, se ha ido a mi juicio demasiado lejos en esa operación de adelgazamiento. Se ha acabado, así, con algunos ideales cuya consecución era ciertamente ilusoria, pero se han tirado también por la borda otros que no solamente resultan factibles, sino que están en la base misma de la democracia y sin los cuales ésta pierde sentido.
Desde un punto de vista más práctico, el acoso liberal a la democracia se ha traducido en la proliferación incontrolada de instancias independientes del control electoral, lo que a veces se llama instituciones contramayoritarias, como bancos centrales, organizaciones supranacionales o agencias reguladoras. Asimismo, los jueces han ampliado su poder de decisión en muchos países, interviniendo abiertamente en disputas políticas. Se considera que alejando el poder decisorio del pueblo o de sus representantes cabe conseguir resultados que, supuestamente, la democracia por sí misma no conseguiría nunca. Resulta irónico que si mediante estos recortes no se obtienen los resultados esperados, se culpe no obstante a lo que todavía queda de democracia y no a los elementos extraños a la misma que la limitan. La tendencia dominante consiste en responsabilizar a los elementos democráticos, y no a los liberales, de la incapacidad de nuestros sistemas políticos para hacer frente a los desafíos que se plantean en las sociedades actuales. Pero no cabe descartar que si las democracias contemporáneas no funcionan como la gente espera, ello se deba a la maraña de reglas institucionales e intereses económicos que atan las manos de los gobiernos y no a que los procedimientos democráticos, por sí mismos, resulten inútiles para tomar decisiones de gran calado.
En este libro pretendo recuperar parte de la confianza perdida en el funcionamiento del sistema democrático. La democracia puede ofrecer más de lo que sus críticos admiten. El ideal de un conjunto de personas libres e iguales que toman decisiones colectivas en función de sus preferencias sobre qué tipo de sociedad construir tiene todavía un potencial radical que dista mucho de haber sido agotado. Aspiro a persuadir al lector de que gran parte de las críticas al funcionamiento de la democracia que sirven como fundamento a las restricciones liberales no tienen una justificación adecuada.
Por expresarlo de la forma más directa posible, lo que defiendo en estas páginas es que en el binomio "democracia liberal" lo liberal ha llegado a pesar demasiado y la democracia demasiado poco. Frente a las críticas liberales, me propongo restaurar parte del prestigio perdido de los ideales democráticos. Esto requiere, por un lado, volver a examinar esos ideales, perfilando su significado y alcance, tal y como se hace en los tres primeros capítulos del libro, y, por otro, someter a revisión crítica, a la luz de dichos ideales, las restricciones liberales, según procuro hacer en los dos últimos capítulos.

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