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René Girard
Clausewitz en los extremos
Política, guerra y apocalipsis
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Introducción
Clausewitz, hasta su último extremo
El libro que tenemos aquí es un libro extravagante. Se presenta como una excursión con rumbo a Alemania y a las relaciones franco-alemanas a partir de los dos últimos siglos. Simultáneamente, propone cosas nunca dichas con la violencia y la claridad que ellas exigen. La posibilidad de un final de Europa, del mundo occidental y del mundo en su conjunto. Eso posible actualmente se volvió real. Es decir: tratamos con un libro apocalíptico.
Todo mi trabajo se había presentado hasta ahora como un acercamiento a lo religioso arcaico, por el cauce de una antropología comparada. Apuntaba a elucidar lo que se da en llamar procesos de hominización, ese pasaje fascinante de la animalidad a la humanidad, hace miles de años. Mi hipótesis es mimética: debido a que los hombres se imitan más que los animales, tuvieron que encontrar el medio de menguar una similitud contagiosa, pasible de traer aparejada la desaparición pura y simple de su sociedad. Ese mecanismo, que llega a restituir la diferencia allí donde cada cual se volvía similar al otro, es el sacrificio. El hombre surgió del sacrificio, es por consiguiente hijo de lo religioso. Lo que de acuerdo con Freud denomino asesinato fundacional -es decir, la inmolación de una víctima expiatoria, a la vez culpable del desorden y restauradora del orden- se volvió a poner en acto (s’est rejoué) constantemente en los ritos, en el origen de nuestras instituciones. Millones de víctimas inocentes fueron así inmoladas desde los albores de la humanidad para permitir a sus congéneres una vida en común; o más bien para evitar que se autodestruyeran. Ésa es la lógica implacable de lo sagrado, que los mitos disimulan cada vez menos, conforme el hombre cobra conciencia de sí mismo. El momento decisivo de esa evolución lo constituye la revelación cristiana, suerte de expiación divina con que Dios, en su hijo, pediría perdón a los hombres por haberles revelado tan tarde los mecanismos de la violencia ejercida por ellos. Los ritos los habían educado lentamente, de allí en más los hombres debían prescindir de ellos.
El cristianismo desmitifica lo religioso; y esa desmitificación, buena en lo absoluto, se demostró mala en lo relativo, pues no estábamos preparados para asumirla. No somos lo suficientemente cristianos. Puede formularse esa paradoja de otra manera, y decir que el cristianismo es la única religión que habrá previsto su propio fracaso. Esa presciencia se llama apocalipsis. De hecho, en los textos apocalípticos el verbo de Dios se hace oír con mayor fuerza, a contrapelo de los errores únicamente imputables a los hombres, quienes querrán cada vez menos reconocer los mecanismos de la violencia que ejercen. Cuanto más persistan en su error, más se librará de la devastación esa voz. Por ese motivo nadie quiere leer los textos apocalípticos que abundan en los Evangelios sinópticos y en las Epístolas de Pablo. También por ese motivo nadie quiere reconocer que esos textos se plasman bajo nuestra mirada como consecuencia de la Revelación desdeñada. Por una vez en la historia, la verdad de la identidad de todos los hombres fue formulada, y los hombres no quisieron oírla, apegándose cada vez más frenéticamente a sus falsas diferencias.
Dos guerras mundiales, la invención de la bomba atómica, numerosos genocidios, una catástrofe ecológica inminente no habrán sido suficientes para convencer a la humanidad, y en primer lugar a los cristianos, de que los textos apocalípticos eran atinentes al desastre en pleno desarrollo, aunque no tuvieran valor predictivo. Se me acusó de repetirme demasiado, de fetichizar mi teoría, de hacer que diera cuenta de todo. Sin embargo, mi teoría se ocupó de describir los mecanismos que los descubrimientos recientes en neurología corroboran: la imitación es primordial, y recurso básico del aprendizaje, antes que algo aprendido. No podemos eludir el mimetismo si no es comprendiendo las leyes: únicamente la comprensión de los riesgos de la imitación nos permite pensar una auténtica identificación con el otro. Sin embargo, tomamos conciencia de ese primado de la relación moral en el momento mismo en que se consuma la atomización de los individuos, en que la violencia aumentó una vez más en intensidad e imprevisibilidad.
La violencia está desencadenada, hoy en día, a escala del planeta entero, provocando aquello que los textos apocalípticos anunciaban: una confusión entre los desastres causados por la naturaleza y los desastres causados por los hombres, una confusión de lo natural y lo artificial. Actualmente, calentamiento global y ascenso del nivel de las aguas ya no son metáforas. La violencia, que producía lo sagrado, ya no produce cosa alguna, excepto a sí misma. No es que yo me repita, es la realidad que empieza a alcanzar una verdad bajo ningún concepto inventada, pues fue pronunciada dos mil años atrás. Que la realidad llegue a confirmar esa verdad es asunto que nuestra irrefrenable manía por la contradicción y la innovación no puede ni quiere oír. La paradoja es que al acercarnos cada vez más al punto alfa nos encaminamos hacia el omega. Al comprender cada vez mejor el origen, concebimos cada día mejor qué es ese origen que viene hacia nosotros: el cepo (le verrou) del asesinato fundador, desmontado por la Pasión, libera hoy una violencia planetaria, sin que podamos volver a cerrar lo que se abrió. En efecto, ya sabemos que los chivos expiatorios son inocentes. La Pasión ha develado de una vez por todas el origen sacrificial de la humanidad. Quebró lo sagrado revelando su violencia.
Pero Cristo también confirmó lo divino que todas las religiones llevaban en sí. La increíble paradoja, que nadie desea aceptar, es que la Pasión liberó la violencia al mismo tiempo que la santidad. Lo sagrado que "retorna" desde hace dos mil años no es, por consiguiente, sagrado arcaico, sino sagrado "satanizado" por la conciencia que tenemos al respecto y que, mediante sus excesos mismos, señala la inminencia de la Parusía. También lo que intentamos describir como algo que tuvo lugar al comienzo se aplica cada vez más a los acontecimientos que están en pleno desarrollo. Ese cada vez más es la ley de nuestros lazos, a medida que la violencia crece en el mundo, esta vez a riesgo de destruirlo. "Pólemos -escribía Heráclito- es padre y rey de todo."
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Esa ley de los lazos humanos fue reformulada en un despacho de la Escuela Militar de Berlín, unos años después de la caída de Napoleón: se trata de "la escalada a los extremos", esa incapacidad de la política para contener el crecimiento recíproco (es decir, mimético) de la violencia. Su autor, Carl von Clausewitz (1790-1831), meditaba un libro que su muerte dejó inconcluso, acaso el mayor libro que vez alguna se haya escrito acerca de la guerra, un tratado que ingleses, franceses, italianos, rusos o chinos leerán y releerán desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. Ese tratado póstumo, De la guerra, se presenta como una obra de estrategia. Acompaña el período más reciente de la escalada a los extremos, que se produjo y se produce en todo momento sin que lo sepan sus actores, que destruyó Europa y hoy amenaza al mundo.
Clausewitz es el personaje que nos habla de su especialidad, como si ella no estuviera ligada a un todo, mientras conlleva un cúmulo de implicaciones que superan el discurso. Formula lo que podría llamarse "prusianismo" en su forma más inquietante, pero sin vislumbrar igualmente las consecuencias de esa escalada a los extremos, de la cual no siente bastante miedo y ayuda a pensar las modalidades. Clausewitz hace funcionar el conjunto de relaciones franco-alemanas, desde la derrota de Prusia en 1806 hasta el derrumbe de Francia en 1940. Su libro fue escrito para ese período en que las guerras europeas se exasperaron de modo mimético, hasta redundar en el desastre. Sería entonces perfectamente hipócrita no ver en De la guerra más que un libro técnico. ¿Qué sucede en el momento en que se llega a esos extremos, cuya posibilidad entrevé Clausewitz antes de disimularla por detrás de las consideraciones estratégicas? Él no nos lo dice. Y es la pregunta que deberíamos plantear actualmente.
Atrevámonos entonces a afirmar que nosotros, alemanes y franceses, somos responsables de la devastación que se está produciendo, pues nuestros extremos se tornaron el mundo entero. Quienes creamos el reguero de pólvora y encendimos la mecha fuimos nosotros. Si alguien hubiera dicho, treinta años atrás, que el islamismo sería el relevo de la guerra fría, eso habría causado hilaridad. Si hubiéramos dicho, treinta años atrás, que los acontecimientos militares y ambientales eran, en los Evangelios, un fenómeno ligado, o que el apocalipsis había empezado en Verdún, nos habrían tomado por testigos de Jehová. La guerra habrá sido, sin embargo, el único motor de los avances tecnológicos. Su desaparición en tanto institución, indiferenciable de la conscripción y luego la movilización total, inflamó a sangre y fuego el mundo. Si seguimos sin querer ver, intensificamos ese impulso hacia lo peor.
Clausewitz tuvo así una intuición fulgurante en relación con el decurso repentinamente acelerado de la historia, pero de inmediato la disimuló para intentar dar a su libro el tono de un tratado técnico y erudito. Por ende, hace falta que consumemos a Clausewitz y llevemos a término el movimiento que él mismo interrumpió. Para ello ya acudimos a esos textos que nadie parece leer: el de Clausewitz en primer lugar, a continuación al de los escritos apocalípticos. Por obra del primero la pertinencia de los últimos puede mostrarse con la mayor fuerza.
No hagamos del autor de De la guerra un chivo expiatorio, como hicieron en su época Stalin o Liddell Hart -uno de sus más famosos comentadores-, ni nos contentemos con la timidez de Raymond Aron cuando emprendió la tarea de rehabilitarlo. Si la comprensión de ese texto está de por sí inacabada, acaso se deba a que demasiado se lo atacó o defendió. Todo sucede como si no hubiéramos querido una vez más comprender la intuición central que ese texto intenta ocultar. Esa negación constante nos interesó. Clausewitz está poseído, como todos los grandes escritores del resentimiento. Ya que él quiere ser más racional que los estrategas que lo precedieron, palpa inmediatamente una realidad (un réel) absolutamente irracional. Entonces retrocede, y empieza a no querer ver.
Culminar la interpretación del De la guerra equivale a decir que su sentido es religioso y que tan sólo una interpretación religiosa alcanzará -confiemos en ello- lo esencial. Clausewitz piensa las relaciones miméticas entre los hombres, aun cuando, si él tuviera una filosofía, utilizaría la razón del Iluminismo. Aporta todos lo medios para demostrar que el mundo va cada vez más rápido hacia los extremos y, pese a ello, cada vez llega a oponer resistencia contra sus intuiciones y las limita. Clausewitz y sus comentadores fueron refrenados por su racionalismo: evidencia, si fuese necesaria, de que debe apelarse a otro tipo de racionalidad para comprender la realidad de cuanto él avizoró. Somos la primera sociedad que llega a saber que puede destruirse de manera absoluta. Con todo, nos falta la creencia que podría sustentar ese saber.
No son los teólogos quienes nos dieron indicios de esta nueva racionalidad, sino un estratega aficionado que murió a sus 55 años de la incomprensión que lo rodeaba, un teórico militar que Francia, Inglaterra y la Unión Soviética detestaron, un escritor endemoniado que no dejó indiferente a nadie. Las tesis no tienen porvenir. En cambio, lo que fluye por debajo de los textos, y que es necesario saber leer, puede revelar, en una formulación todavía imperfecta, las parcelas ocultas de la realidad. Durch diese Wechselwirkung wieder das Streben nach dem Aussersten, "mediante esta acción recíproca, el esfuerzo hacia las tinieblas exteriores": Clausewitz es aquel que sin darse cuenta encontró no sólo la fórmula apocalíptica, sino que esa fórmula estaba ligada a la rivalidad mimética. ¿Dónde oír esa verdad en un mundo que sigue sin ver las consecuencias incalculables de sus rivalidades miméticas? Clausewitz no sólo tiene razón, contra Hegel y contra toda la sabiduría moderna, sino que esa razón tiene implicaciones terribles para la humanidad. Ese belicista vio cosas que sólo él pudo ver. Hacer de él un diablo es echarse a dormir sobre un volcán.
Al igual que Hölderlin, por mi parte pienso que tan sólo Cristo nos permite encarar esa realidad sin volvernos locos. El apocalipsis no anuncia el fin del mundo; funda una esperanza. Quien repentinamente ve la realidad no está en la desesperanza absoluta de lo impensado moderno, sino que recupera un mundo en que las cosas tienen un sentido. La esperanza sólo es posible si nos atrevemos a pensar los riesgos del momento actual. A condición de oponerse a los nihilistas, para quienes todo no es más que lenguaje, y a los "realistas", quienes niegan a la inteligencia la capacidad de palpar la realidad: los gobernantes, los banqueros, los militares que pretenden salvarnos, mientras día a día nos hunden un poco más en la devastación.
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